Las culturas del dolor
Familias rumanas, filipinas, polacas y españolas lloran en la morgue de la M-30
Florencio murió el día del cumpleaños de su mujer, Concha: el 11-M. Su cuerpo descansaba ayer en la sala 13 del tanatorio situado junto a la M-30, una de las vías que rodea Madrid, y la mezquita. El recinto tiene un patio desde el que se accede a distintas salas de velatorio. Algo más de una decena de niños pequeños jugaban por la mañana sobre una manta colocada en el centro del patio. La Cruz Roja había improvisado una guardería para entretener a los pequeños que acudían con sus familias a la morgue, mientras los mayores velaban los cadavéres.
El marido de Concha, Florencio Brasero, tenía 50 años. Ella cumplió 46 el jueves. "Menudo regalo de cumpleaños", decía Concha, que intentaba como podía mantener la entereza junto a sus hijos, dos adolescentes. "Te destrozan la vida. A mí me la han destrozado. Que se carguen a los culpables. A los políticos les diría que no hablen tanto y cumplan un poco". A las 11.30 ya habían salido de este tanatorio hacia los cementerios ocho de los muertos en los atentados. Pero sus 28 salas seguían ocupadas. No pararon de llegar cuerpos. En las salas del fondo del patio yacían dos jóvenes inmigrantes: a un lado, Rex Ferrer, filipino, de 20 años; al otro, Csaba Zsigovszki, rumano, de 26.
Rex vivía en Torrejón de Ardoz y cogió pronto el tren aquél día para ir a su iglesia, situada cerca de Atocha, al ensayo del coro. Era de la Iglesia de Cristo, una religión muy popular en filipinas y que en España tiene seguidores entre ciudadanos de esta nacionalidad. Decenas de ellos estaban en el tanatorio, junto a la sala 7. Muchos habían llegado en un autobús desde Barcelona, explicaba con orgullo Marvin, de 25 años, uno de los mejores amigos de Rex. Los dos pertenecían a Kadiwia, el grupo de jóvenes solteros de la iglesia. Mientras Marvin hablaba de Rex en una esquina y los niños jugaban en el centro, cinco filipinos se sacaban una foto en la puerta de la sala 7. "Rex era muy buen amigo, muy compañero", decía Marvin. Enfrente había muchos jóvenes. Casi todos lloraban. Velaban a Csaba. La mayoría eran rumanos. Sus compañeros del trabajo en la construcción, su novia y su hermana. Se las veía destrozadas. "Su madre está en Rumanía y no podrá verle por última vez. No hay nada más que decir", zanjaba uno de sus amigos.
"Que pare ya todo esto, por favor, tantas muertes, que pare ya". Eran palabras de Loli, hermana de María Teresa Jaro, otra de las víctimas. Tenía 32 años y una hija de tres años. "Que los políticos hagan algo y que no salgan por ahí diciendo mentiras. Mañana iremos a votar para que hagan algo", aseguraba Loli llorando. "Y estamos muy agradecidos a los voluntarios que nos han ayudado".
Al lado, en la sala 18, un grupo de hombres vestidos con monos de trabajo compartían dolor con directivos de su empresa de montajes eléctricos. En el atentado murieron dos de sus compañeros. A Jesús Utrilla, delineante de 40 años, le acababan de enterrar, y a María del Carmen López Pardo, limpiadora de 51 años, la estaban velando. Iban juntos al trabajo en el tren. "Ojalá sirvan para algo las manifestaciones, pero dentro de un mes no sé si se habrán olvidado", decía una compañera.
"Se tarde el tiempo que se tarde, que encuentren a los culplables, queremos saber quiénes son". Es lo único que alcanzaba a decir Laura, la sobrina de otra de las fallecidas, Julia Moral García.
Livia Bogdan yacía en la sala 24 vestida de novia. Era rumana, de religión ortodoxa, y tenía 27 años. Su tío Mijail estaba indignado: "No sé quién es el culpable pero con esto se ha acabado, no hay más palabras". En la sala, varias mujeres rezaban entre gritos de dolor ahogados.
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