1.300 héroes anónimos para una tragedia
Policías, guardias civiles, bomberos, sanitarios, psicólogos y ciudadanos voluntarios se volcaron en ayudar a las víctimas
Hacen su trabajo diario, sin que salten a los medios de comunicación. Salvo en contadas excepciones. Una de ellas, la que ha marcado un antes y un después en la atención de catástrofes se vivió el pasado jueves en Madrid. Fueron más de 1.300 policías, guardias civiles, bomberos, sanitarios y voluntarios que funcionaron como un reloj. Al frente de todos ellos estuvo Alfredo Prada Presa, vicepresidente segundo del Gobierno regional y consejero de Interior y Justicia, que desde que ocurrió el atentado coordinó a todos los efectivos. Ayer ni había dormido. Este es un pequeño relato de lo que un puñado de héroes anónimos vivieron en esas trágicas horas.
Antonia Guillamón Campos
Guardia Civil
Antonia Guillamón, de 30 años y sólo uno de servicio en el instituto armado, se encontraba en el aparcamiento del Ministerio de Agricultura, justo enfrente de la estación de Atocha. Quedaban pocos minutos para que terminara su turno. De repente oyó un estruendo, pero no le dio mucha importancia. Pensó que se trataba de las obras de reforma de la estación. El susto le llegó cuando vio salir a la gente despavorida. "Me pilló desprevenida. Venía gente herida de metralla, sin ropas o con ellas quemadas. Unos eran auténticos sonámbulos que no sabían ni a dónde iban, mientras que otros eran presas del pánico y la histeria", recuerda esta guardia, hija y nieta de guardias civiles.
Los sótanos del edificio ministerial se convirtieron en un hospital improvisado. Curaban las heridas con el pequeño botiquín que tenían en las dependencias. Como tampoco tenían mantas para arropar a las víctimas, cogieron sus propios chaquetones y les taparon. "En esos momentos, tienes que llenarte de entereza, guardarte toda tu rabia y empezar a ayudar a la gente que te necesita", explica. "Jamás pensé que en mi primer año de servicio vería cosas tan duras y dolorosas como las del jueves", añade esta vecina de Valdemoro.
Antonio Ayuso Jiménez
Inspector de policía
Cuando estallaron las primeras bombas en la estación de Atocha, el inspector del Cuerpo Nacional de Policía Antonio Ayuso, 41 años y 21 en el cuerpo, estaba en su puesto de trabajo, en la comisaría de Arganzuela, preparando el trabajo de su grupo de agentes. La emisora de la policía dio un aviso a todos los patrullas que estuvieran en los alrededores de la estación: "Aviso de bomba en Atocha". Cuando se confirmó, Antonio Jiménez se subió en un coche camuflado y se dirigió al lugar de los hechos. "Por mi trabajo, he vivido otros cuatro atentados, pero como éste ninguno. Fue un desastre impresionante. Cuando vi los boquetes de los vagones, me di cuenta de la que se nos venía encima", recuerda.
"En ese momento uno se olvida de que es policía. El instinto de supervivencia y de ayuda a los demás te obliga a trabajar más y más. No paramos de subir heridos y cadáveres a la zona donde eran atendidos por el Samur", añade este mando policial. "He podido dormir malamente. El destrozo que ves, con trozos de personas por todas las partes, es sin duda el peor recuerdo que he visto en mi carrera profesional. Todavía recuerdo que mucha gente salía a rastras de la estación intentando huir de esa barbarie", añade. Reconoce que hacía mucho que no lloraba, pero el jueves no pudo aguantarlo: "He puesto un gran punto negro ese día en el calendario". "Las imágenes pueden cambiar, pero jamás se olvidará el olor. Una mezcla de humo eléctrico, de cosas calcinadas. Es tan denso que por la noche seguía con el metido en la cabeza", concluye.
Antonio Cabezas Moreno
Enfermero del Samur
El enfermero Antonio Cabezas, de 42 años, iba en su coche, camino de su trabajo, cuando le empezó a sonar el teléfono móvil. Eran su compañeros del Samur-Protección Civil que le avisaban de que habían comenzado a estallar bombas en trenes de la línea C-2 de Cercanías (Alcalá de Henares-Atocha). Nada más cambiarse de ropa en la base del Samur, en la madrileña plaza de Legazpi, corrió a la estación del Pozo del Tío Raimundo, donde un convoy de dos pisos había sufrido dos explosiones. "Siempre recordaré cuando entré en la estación y vi el número de cadáveres que se amontonaban en los dos vagones siniestrados. Unos estaban encima de otros. Las víctimas también habían quedado esparcidas por los andenes, sin que pudiéramos hacer ya nada por muchos de ellos. Llevo muchos años en las emergencias y he vivido muchos atentados, pero nunca ni con la brutalidad ni con la cantidad de fallecidos de esta vez", confiesa este sanitario.
Cuando creía que ya había terminado su trabajo, se dieron cuenta que en el tejado de la estación, estaba el cadáver número 68 hallado en esa estación. La onda expansiva lo lanzó por los aires, y los facultativos del Samur no pudieron determinar siquiera si era hombre o mujer. "El muro de la estación contuvo la onda expansiva y, al rebotar, abrió el resto del vagón como si fuera una lata de sardinas. Seguro que esta víctima estaba en ese punto", señala Cabezas.
Su trabajo no terminó cuando acabaron de atender a los heridos de Vallecas. Antonio se marchó después al pabellón 6 de los recintos feriales de IFEMA, donde se montó un tanatorio improvisado. Al final se marchó hacia las 22.00 a su casa. "En el coche ya me encontré agotado. Llamé a mi esposa y le dije que no acostara a mi hija, de cuatro años. Quería darle un fuerte abrazo después de todo lo que había visto. Después me duché, pero no sólo para asearme, sino también para intentar limpiarme el ánimo. No pude dormir", concluye.
Carlos Manuel Caballero Díaz
Policía municipal
"Cuando mi mujer me llamó y me dijo que estaba dentro de un tren parado en Villaverde, supe que algo no iba bien". Así comenzó Carlos Manuel Caballero, un policía municipal de Madrid de 32 años, el trágico 11-M. Después se enteró de que una cadena de atentados habían causado un auténtico caos en la capital. Cogió su coche, llevó a su mujer al trabajo y se dirigió a su unidad de Tráfico, tras llamar a sus jefes y ofrecerse voluntario para trabajar. Allí acabó su día de descanso semanal. "Llegué a la unidad sobre el mediodía y enseguida me subí a la moto. Fui a la estación del Pozo del Tío Raimundo y vi una escena especialmente dura. Todo estaba destrozado", explica Caballero, que lleva tres años en el cuerpo. "Lo que ve allí una persona, en la estación, supera lo que pueda pensarse", añade.
Este agente destaca, al igual que el resto de los entrevistados por EL PAÍS, "la extraordinaria coordinación" que existió entre todos los servicios que intervinieron en paliar los efectos de la masacre terrorista. "Todos los recursos que había trabajaron al máximo de sus posibilidades. Me impresionó mucho y en esas ocasiones uno se siente orgulloso de servir a los madrileños", afirma.
Como es motorista, Caballero tuvo que escoltar los 16 furgones fúnebres que trasladaron los cadáveres a IFEMA. "La escena resulta casi indescriptible en el pabellón 6. Había un rastro de personas fallecidas una junto a otra. Ahí se pasa muy mal", concluye. Tampoco pudo dormir duante la noche.
Fernando Nicolás Pastrana
Telefonista del 112
La madre de Fernando Nicolás, un vecino de Móstoles de 26 años, fue quien le dio la mala noticia de los atentados. "Me quedé helado. No me lo podía creer", recuerda este operador del teléfono de emergencias 112, que ese día estaba librando. "Me di cuenta de que era muy grave lo que había sucedido y que seguro que necesitaban mi ayuda, por lo que llamé a la sala y me ofrecí", comenta Nicolás. Antes de dirigirse a la sede del 112, se pasó por el hospital de su localidad y donó sangre: "Tardé muy poco. Merecía la pena perder ese tiempo para ayudar a más gente".
La primera imagen que recuerda es "el gran desconcierto" que había entonces en la sala del 112, sobre las 10.30 del jueves. "Cuando atiendes tantas llamadas, no te lo puedes creer. No hay ningún caso más dramático que otro. Todos son especialmente duros", explica Nicolás. El 112 de la Comunidad de Madrid recibió en las primeras 24 horas unas 22.000 llamadas. "Recuerdo muchos nombres, porque los familiares estaban muy angustiados y no paraban de llamar por si teníamos noticias. Hubo mucha insistencia y gente que lo pasó muy mal", confiesa. "Al llegar a casa lo tienes que contar a tu familia, como terapia. Así poco a poco te lo vas creyendo", termina.
Rosa Martínez Bonilla
Psicóloga voluntaria
Cuando Rosa Martínez Bonilla, de 30 años, vio la masacre de los trenes, llamó al Colegio de Psicólogos de Madrid y se ofreció voluntaria para atender las llamadas de familiares de fallecidos. La frase que más ha repetido estas últimas horas es: "siento mucho comunicarle que la persona por la que me pregunta ha fallecido". "No hay fórmulas para dar estas noticias. Tampoco valen los rodeos. Tienes que evitar tus sentimientos de horror, frustación o impotencia para atender a la otra persona que está sufriendo", comenta Martínez. La empresa donde trabaja ella (en el departamento de recursos humanos de una multinacional) le ha dado permiso durante estos días.
"Lo que peor que existe es la desinformación. La gente nos llama y, cuando no aparece en la lista de fallecidos, sigue sufriendo. La desesperación a veces les ciega", explica esta especialista. "Me ha sorprendido la entereza y la fuerza de una mujer católica que tiene a tres hermanos y dos hijos desaparecidos. Dice que aceptará lo que tenga que venir", señala Martínez, "en general, los familiares prefieren comunicarse entre ellos la noticia de que ha fallecido un allegado".
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