Desde mi calle, en Madrid
La memoria del corazón es muy fiable. Regresa cuando la necesitas. Después del atroz despertar del jueves 11, esta cronista salió de la angustiosa noche, con la cadena SER siempre acompañando, convencida de que seguía viviendo en Madrid, como hice de 1981 a 1998, agradecida a la amabilidad de los madrileños, que me dieron trabajo y techo cuando lo necesitaba.
Abriría los ojos e inmediatamente saldría de mi piso de Víctor de la Serna número 33, saludaría a Hortensio, el portero, y compraría los periódicos en el quiosco de Jose y Carmen, y de sus hijos, tan queridos todos. Y entraría en el San-Pas y pediría un cortado largo de leche, a la catalana, y luego iría a la parada de taxis y vendría a Miguel Yuste, a la redacción de EL PAÍS.
Pero el jueves me encontraba en Madrid para hacer una entrevista, en un hotel. Y necesitaba regresar a Víctor de la Serna y ver a mis vecinos. Ver a mis vecinos y abrazarles.
Llamé a Lola, que pasea a su perra Trufa -fue novia de mi perro-, y le dejé un mensaje en el contestador. Me acerqué al quiosco y Jose se abrazó a mí serenamente, y dijo: "El domingo vamos a dar una lección, votando". Su hija, que hablaba por teléfono, me miró con tristeza. Jose -parte del alma del gremio de los quiosqueros de Madrid- añadió: "¿Has visto el paro? Sólo se acercó un tío, a comprar un diario, y le dije que esto estaba cerrado, haga usted el favor. Y se quedó quieto, como todos".
A esa hora, yo había vuelto a llamar a Carmen, la mujer de la vida de Quim, que fue el primer hombre de mi vida. Madrileña y catalán: su hija, Jara, un ser humano extraordinario y médica de título reciente, solía viajar en el maldito tren de la muerte. El jueves llegó al Doce de Octubre en coche. Llamó y nos calmamos. Poco después le dijo a su madre que lo que estaba llegando presagiaba lo peor. Anoche, cuando yo le lloré a Carmen que ser periodista no era nada, que tenía que haber sido enfermera o médica, la mujer respondió: "Jara acaba de decirme que no le basta con ser médica, que en este momento cree que debería haberse especializado en cirugía".
Mi vecina Lola llega al bar San-Pas y me cuenta que Faisa, su asistenta marroquí, iba en el tren que seguía al de las víctimas. Presenció la explosión, fue evacuada, pero echó a correr hacia el lugar de la tragedia, a ayudar. Deshecha en llanto le contó a Lola que a un muchacho herido y sangrante se le cayó el teléfono móvil, y que ella se agachó y se lo dio.
Las reacciones. Faisa contó cómo la gente del barrio corrió hacia los heridos y, si no podía hacer más, les tomó de la mano y susurró palabras tranquilizantes: "Enseguida vienen, estamos aquí". Un hombre que trabaja con Antonio, el marido de Lola, como contable en la misma empresa, perdió una oreja en el atentado, sangró pero estaba fuera de peligro. Anoche sintió un brutal dolor en el pecho: y ahora aún no se sabe si le dieron el alta o está reventado por dentro.
Elena, la hija de Lola y Antonio, ha ido a ingresar un dinero a su banco y le han contado la reacción del cajero. El hombre iba en el tren, salió ileso, y corrió ciegamente hacia la parada de autobús de todos los días, se dirigió al banco como todos los días, y, cuando llegó al lugar de trabajo y estuvo sentado en su sitio, como todos los días, estalló en un incontenible ataque de llanto. Se lo llevaron para darle auxilio psicológico.
Y dice Lola, mientras permanecemos tomadas de la mano en la barra del San-Pan: "Pero ¿qué es Madrid sino la suma de todos nosotros? ¿Por qué magnifican la lección de humanidad que hemos dado? ¿No saben que siempre hemos sido así? ¿No somos Madrid, todos nosotros? ¿No hemos sido siempre así? Los de fuera, los de aquí".
Un señor mayor: "Yo soy de aquí, me llamo Rafael; mi madre era de El Ferrol". "Yo me llamo Sacha y soy búlgara". "Yo me llamo Campana, por nuestra señora del Campanal, nací en Madrid. Mi madre es de Valladolid, mi padre de San Sebastián, mi marido nació en Bélgica y mi suegro es de Bilbao". Francisco, camarero, es ecuatoriano, y por suerte no sabe de ninguna víctima entre sus compatriotas. "Soy de Guayaquil. ¿Usted lo conoce? No, ustedes no nos conocen". Le hablo de Riobamba, del tren de la Nariz del Diablo y empieza a confiar en mí. "¿Les van a dar, ahora, la nacionalidad española? ¿A los muertos? Lo que tienen es que cambiar las leyes. Nosotros trabajamos para ustedes". Nubia, colombiana y cocinera, nueve años en Madrid, comparte con los demás la tristeza.
"¿Lo ves?", pregunta Lola. "Nadie y todos somos madrileños. Obreros, hijos de obreros, gente que hemos venido a luchar y a darles un trabajo a nuestros hijos, para que estudien y tengan más oportunidades que nosotros".
Pablo, al otro lado de la barra, añade: "Y yo soy de Segovia, de Coca". Me da un folleto, para que visite su precioso pueblo natal.
En la galería de alimentación, Laureano, el carnicero, me abraza con el delantal y las manos enrojecidas, pero no tanto como sus ojos, y por lo bajo -la cautela del rojo-, me pregunta por las consecuencias políticas. Le digo que estoy tan perdida como él, pero con él.
David, que fue yonqui y se ha recuperado y ya come, se acerca y me acompaña a la parada de taxis.
"Vamos a querernos, ¿no?", afirma o pregunta.
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