Gándara vuelve a casa
Tengo que decir, para empezar, que considero a Alejandro Gándara (Santander, 1957) como un gran escritor aunque a veces lo disimule, o se esconda de serlo al menos como novelista pues no parece serlo de verdad en ocasiones, como si jugara a ocultarse del género en esa especie de "puntos de fuga" a los que ya nos tiene acostumbrados. Ésta es su séptima novela, lo que en veinte años podría no suponer una gran cosecha, ya que se trata de un escritor bastante meticuloso -diría mejor riguroso- que además ha cultivado el ensayo (con un gran libro sobre el Génesis nada menos, entre lo narrativo y lo mítico, Las primeras palabras de la creación, que fue Premio Anagrama), el periodismo y la literatura infantil, aparte de sus numerosas iniciativas culturales, entre las que se cuentan la coordinación de revistas y suplementos culturales, o la creación de empresas como la Escuela de Letras o la de Humanidades actualmente.
UN AMOR PEQUEÑO
Alejandro Gándara
Anagrama. Barcelona, 2004
224 páginas. 16,50 euros
Como narrador propiamente dicho, ha seguido una línea más oscilante, si no anfractuosa, donde ha insistido en polos cercanos a nuestra actual realidad -en La media distancia (1984) con la que obtuvo un premio bajo el patrocinio de Juan Benet, nada menos, o en Cristales y en esta que ahora aparece, bajo este título tan reductor como paradójico de Un amor pequeño, pues indica que no los hay- o en abstracciones como Punto de fuga y hasta simbolistas como en La sombra del arquero (una contundente obra maestra que sucede mientras se lanza una línea subterránea bajo el agua) o en Ciegas esperanzas con la que obtuvo un premio Nadal. Finalmente, pretendió unir ambas líneas con su novela anterior, Últimas noticias de nuestro mundo, simbolizado en una dura y brillante parodia de la novela de espionaje, de la que también hablé aquí mismo, que en ella resultaba ser una metáfora de nuestra desarticulada actualidad, sometida al continuo espiarse sin parar y sin sentido.
Gándara abandona aquí sus simbologías anteriores para contarnos una historia de raíces existenciales que se tensa entre el dinero y el amor, con sus habituales complejidad y brillantez -sin aclarar demasiado las cosas, desde luego- y de la mayor actualidad también, como si se tratara de una "vuelta a casa" de la narratividad al uso, pero utilizando la elipsis, el fracaso, el discurso continuo y la dialéctica de la literatura como un permanente combate, como una metáfora de la vida entera. Su protagonista es un hombre ya maduro, sin identidad profesional, que parece haber dimitido de su propia existencia anterior de antigua esperanza blanca de las ciencias y las letras -físico y matemático y autor de un par de libros de relativo éxito- que vive en Madrid a la deriva, divorciado y huérfano de un hijo (durante la novela lo será también de un padre odiado) que malvive entre diversos trabajos como traductor, vendedor y hasta liquidador de empresas, y que languidece de vez en cuando como amante episódico y sin horizontes de una mujer casada, tan desanimada como él mismo.
El tema surge cuando acep-
ta un trabajo para liquidar una empresa editorial en A Coruña, en peligro de quiebra por una mala gestión, de lo que se tiene que hacer cargo para salvar los muebles de la quema mientras el barco se hunde con sus tripulantes envueltos en su dignidad y con las cabezas bien altas. Entre la diversa fauna de socios y deudores, empleados, intelectuales y otros varios, destaca la figura de una joven muchacha llamada Práxedes, hija del socio principal, que con su figura de "ángel" le servirá no tanto de excipiente en cantidad suficiente con esa realidad económica y provinciana tan compleja como de puente fascinante hacia sí mismo, esto es, hacia el amor. El narrador se llama, sin embargo, de manera simbólica, Ruy (como el Cid) y se apellida "Nieves", pues es un montañero sin haberse acreditado (aunque lo hará al final, el deporte siempre está en la obra de Gándara desde su primera novela). Y el amor será lo único que le salve de la amenaza del dinero. Ese "virus casi marciano" o "inhumano" que a su vez "inventa los traumas", pues es la desesperación la que "inventa el oro", demasiadas invenciones quizá, aunque sean ciertas o lo parezcan que es de lo que se trata.
Pese a la deliberación del título (o no hay amor pequeño o nunca debe ser calificado como tal, y de hecho éste tampoco lo es), el amor de verdad se construye sobre el dinero, que sí lo es (pequeño) pero sólo cuando puede ser abandonado a su suerte, siempre que la propia esté a salvo. El amor sólo existe en el pasado, "es una ilusión en el reino de los fantasmas... cualquier amor viejo y cansado es más real que el amor que nunca ha sucedido" y todo amor, si lo es y aunque sea pequeño, lo tiene todo detrás, asumido desde la solemne declaración de un poema casi automático -situado inesperadamente hacia la mitad de la novela- casi sin respuesta, hasta la ascensión final a la cumbre del monte Almanzor, en sierra de Gredos, aunque toda geografía sea aquí bastante imaginaria, pues tiende al absoluto.
Es éste un final bastante simbolista, aunque se niega a ser considerado como tal, pues si no hay amores grandes tampoco lo serán los símbolos, ni los finales, todo es igual, como si todo fuera pequeño y hay que seguir adelante, a través de los finales, aunque sean felices: "No hace falta subir, ni llegar, ni correr... No hay montañas malditas... Relato acabado". Y así el autor da testimonio de que al menos ha querido volver a casa, que conste.
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