_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Rajoy, reincidente

Joan Subirats

Mariano Rajoy juega a reincidente sin parecerlo. No retrocede un milímetro de su aparente fidelidad a José María Aznar, a pesar de su estilo socarrón y contemporizador que le delata por momentos. Su jefe de filas permanece vigilante. El guardián de las esencias aznarianas es el propio Aznar. En sus mítines no nombra apenas a Rajoy. Sus advocaciones se dirigen a España y sus principios eternos e insoslayables. El Partido Popular es por ahora Aznar, y Aznar parece dispuesto a sacrificar si es necesario al Gobierno, mientras le quede el partido. El candidato Rajoy no se atreve a moverse de la ortodoxia aznarista a pesar de que ello pueda costarle votos. Su ascensión a sucesor parecía sustentada por su mayor facilidad para el diálogo y la concertación en momentos en que la maquinaria de La Moncloa predecía, hace ya meses, una clara erosión del voto juvenil y urbano, un síntoma que acostumbra a mostrar de forma prematura el inicio del fin. Pero a la hora de la verdad, nadie se atreve a moverse demasiado del perfil que Aznar cinceló con su dura terquedad castellana. ¿Qué ventajas tiene entonces Rajoy como candidato? Para acabar haciendo de Aznar era mejor el original que su copia vacilante y medrosa. Si se trataba de hacer la misma política que su antecesor, pero con menos altivez, los potenciales beneficios de su recambio están por demostrar. Si se quería efectuar un cierto cambio de rumbo, que abriera posibilidades de apoyos cruzados en una legislatura que se presenta complicada (ampliación europea con pérdidas significativas del porcentaje de fondos que recibe España; erosión económica que en algún momento será inevitable; frentes abiertos en modelo industrial y de crecimiento; afloramiento de las crecientes insuficiencias de las políticas sociales; imposibilidad de mantener la hipocresía de la no-política de inmigración ante la incontenible llegada de nuevos contingentes de irregulares...), la campaña ha ofrecido muy pocos guiños en los que sustentar una potencial ampliación, por pequeña que fuera, del campo de maniobra.

Uno de los asuntos en los que la reincidencia mariana es más evidente, es en la concepción restrictiva del espacio público por parte del Partido Popular. Una formación que se sigue presentando como el gran adalid partidista de las causas por-encima-de-los-partidos. La especialidad de los neobolcheviques Bush-Aznar (llamados así por su capacidad de sostener planteamientos radicalmente contrarios al mainstream democrático característico de la segunda posguerra en Occidente) ha sido la de convertir en elementos férreamente partidistas, símbolos y valores que habían sido considerados hasta entonces como patrimonio común de los demócratas (antiterrorismo, símbolos de identidad plural española, justicia, ordenamiento constitucional y estatutario...). Se ha procedido en España de tal manera que se ha excluido a parcelas enteras de las variables institucionales básicas del espacio público común, y se las ha encerrado en un uso patrimonialista y privatizador desde el partido en el gobierno y con un uso abusivo y descarado del aparato propagandístico propio y ajeno. Pero lo dramático es que ello ha comportado que la percepción de buena parte de los españoles sea que las instituciones, en vez de ser un espacio común en el que puedan moverse libremente opciones ideológicas diferenciadas, hayan acabado siendo contaminadas irreversiblemente por ese ejercicio sectario del Partido Popular. El daño hecho al sistema democrático tan trabajosamente construido a finales de la década de 1970 es terrible. Cuanto más joven es uno más percibe como pepero lo que hasta hace poco era simplemente patrimonio común de la transición y sus diversos protagonistas políticos.

Trata de pasteurizarse la memoria. Ya no hay Guerra Civil, y el franquismo se convierte en el simple telón de fondo y sin aristas de una serie televisiva popular. La historia se manipula para demostrar que España ha sido siempre España. Lo demás son anécdotas y gente resentida que no mira al futuro. En ese espacio marcado por Aznar, resulta patético que el aspirante Rajoy insista en despolitizar la campaña afirmando que no escucha radio alguna y que sólo lee Marca. Su aparente indiferencia política sólo oculta su seguidismo reincidente. En su web electoral, Rajoy insiste en presentarse como la continuidad segura. Desoye así esa significativa mayoría de españoles que en la reciente oleada de encuestas aseguraba preferir un cambio en el Gobierno. Sigue con la táctica conocida de sembrar vientos, de anunciar desgracias en caso de vacilación o duda. Sólo en la continuidad hay seguridad. No ha querido ni ponerse a prueba con un debate televisivo con José Luis Rodríguez Zapatero, a quien ningunea en los mítines, pero al que teme en un hipotético cuerpo a cuerpo.

El programa electoral queda muy lejos del programa que años atrás se aprobó en un congreso del partido. Aquel era mucho más ideológico, estableciendo entre líneas visiones muy contrastadas con la lógica de democracia social avanzada y de pluralismo territorial que se prefiguró en la Constitución. Con ocho años de gobierno a sus espaldas, el Partido Popular encara esta nueva legislatura con menor sesgo ideológico explícito, con más manipulación mediática y con mayor énfasis en los intereses. Promete menos impuestos y más familia. Más seguridad y menos contemplación con los inmigrantes. Ninguna concesión a los terroristas y ningún cambio constitucional. No hay aristas. Se apuesta en los textos por el centro reformista, pero en las formas se opta por el orgullo conservador. La estrategia de la tensión sigue su rumbo. Pero con la política reincidente de Rajoy lo único que se conseguirá es alargar la agonía de una política sin salida, una política en la que todos estamos perdiendo mucho más de lo que ahora nos pueda parecer.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_