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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Náufrago en el terrado

Jacinto Antón

Quien crea que tiene madera de héroe debería quedarse atrapado un día en el terrado.

La Guardia Urbana y los Bomberos me han informado de que no les suelen llamar por contingencias de ese tipo, que se resuelven, dicen, en el ámbito doméstico. Pero yo no veo el asunto igual, sino revestido de una gravedad directamente proporcional al hecho de que el otro día fui yo el que resulté encerrado, cual prisionero de Zenda, en el terrado de mi casa.

La belleza de sus vistas sólo se iguala a lo vertiginoso de su situación. Los vecinos renunciaron hace tiempo a tender la ropa allí arriba porque el aire sopla con tal fuerza que colgar una sábana sólo está al alcance de los veteranos de la brigada paracaidista. El terrado es, en definitiva, la mejor representación que quepa imaginar de un lugar salvaje, inhóspito y refractario a la vida humana. Las circunstancias me habían llevado, sin embargo, a tener que frecuentarlo. Desde hace varios meses han venido a engrosar mi familia dos gatos, dos, un macho y una hembra. Yo siempre había sido reacio a tener un gato, así que todavía hoy me pregunto cómo ha resultado que tengo dos. Proceden de la protectora de animales y me fueron presentados por mis hijas como hecho consumado mientras me explicaban historias de miseria felina de calidad dickensiana. Si cedí fue porque me encontraba inmerso en la lectura de un libro apasionante, Los fantasmas de Tsavo (RBA / National Geographic), en el que Philip Caputo -sí, el mismo Caputo pulitzer y ex marine en Vietnam de A rumor of war- explica su viaje por los parques keniatas tras las huellas de los dos leones devoradores de hombres abatidos en 1899 por el coronel Patterson.

Quedarse atrapado con dos gatos en un terrado inhóspito es un trance que hay que afrontar con coraje

Desde el principio identifiqué a los dos gatos, claro, con Ghost y Darkness (Fantasma y Oscuridad), los nombres que pusieron los peones del ferrocarril de Uganda a los monstruosos leones que se los comían. Pero se llaman Mus y Winnie. Ésta, la hembra, es un ser desconfiado que evidencia haber sufrido mucho y profesa un retorcido rencor hacia una parte de los seres humanos de la que indudablemente formo parte yo. El macho es más abierto y se parece a Rajah, el tigre preferido de la famosa domadora Mabel Stark, que dormía con ella -lo que explica que la dama se casase cinco veces-, y que, espécimen temperamental, tenía la embarazosa costumbre de, ejem, eyacular sobre la artista durante las actuaciones en el circo.

Me salto las inmensas catástrofes (la muerte del ficus, la desaparición de mi calavera de tejón y el infarto del hámster) que, como una plaga, llevaron los gatos a mi hogar. El caso es que fui comisionado para encontrarles horizontes más amplios para sus depredaciones en el terrado, con la idea además de que el rigor de ese ecosistema atemperase el indómito espíritu de los felinos.

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Con un abigarrado conjunto de trastos viejos que incluía cañizo, césped artificial, cajoneras rotas y una gran butaca de playa edifiqué algo similar a la cabaña de Scott en Cabo Evans, y me pareció que todo quedaba arreglado. Vana esperanza. Los gatos precisaban de suministro continuo, pues en el terrado, azotado por los vientos como queda dicho, no crece nada. Así que mi vida se convirtió en un tráfago de visitas al lugar, donde era recibido con muestras de alegría similares a las que suscitaba la arribada de un convoy a Murmansk.

Una mañana que me encontraba en el terrado entregado a mis quehaceres, que incluyen el penoso vaciado de las letrinas gatunas al compás de la Marcha del coronel Bogey, oí un chasquido en la puerta: alguien había echado por fuera la llave que yo había descuidado en la cerradura. Grité, pero ya era tarde: estaba encerrado. Como suele suceder en estos casos, carecía de todo lo necesario para afrontar la situación, incluidos móvil, pistola de señales y coraje. Respiré hondo y traté de pensar. Echar la puerta abajo quedaba descartado por su grosor, un abismo me separaba de los otros terrados y el descenso hacia las terrazas del bloque no lo hubiera acometido, incluso con cuerdas y piolet, ni una persona cien veces más valiente que yo. Eran las 9.30 horas. Confié en que alguien me echaría de menos. No fue así, lo que me hace dudar del impacto de mi presencia en este mundo.

Dos horas más tarde estaba muerto de frío, cosa natural pues sólo me cubría con una camiseta y unos shorts de estilo vagamente gurkha, así que busqué cobijo en la choza de los gatos. Fui recibido con bufidos insolidarios y me replegué a una esquina de la terraza, gritándoles hoscamente a los felinos que ya teníamos hora para la esterilización. Un buen rato después, me entró la paranoia de que podía quedar deshidratado y -me cuesta confesarlo- di unos lengüetazos en el platillo de leche de los gatos, cuando no miraban, deplorando no haber cambiado el contenido con más frecuencia. Evalué la posibilidad de pegarle fuego al recinto de los bichos (con ellos dentro) y hacer señales de humo, pero carecía de cerillas. En pleno ataque de ansiedad, aporreé la puerta, aullé al cielo y la emprendí a patadas con una parabólica hasta que caí en la cuenta de que era la mía. Traté de serenarme. Al cabo, Robinson Crusoe había estado en una situación mucho peor. Claro que él tenía un fusil y cabras. No debía preocuparse de la comida ni del sexo. Miré mis manos vacías y medité que allí arriba, aislado, yo no era nada. Invadido por una extraña resignación, me deslicé lentamente hasta el suelo y me puse a ver las nubes. Las horas a partir de entonces pasaron si no más rápido sí más amablemente. Observé el vuelo de una gaviota navegando por el viento, los surcos de los aviones en el cielo. Escuché el murmullo lejano de la ciudad atareada. Cayó la tarde y el cielo se incendió para devenir luego un rescoldo púrpura. Apareció Venus.

Era ya noche cerrada cuando oí el ruido de la llave. Mis hijas corrieron directamente hacia los gatos con profusión de zalamerías y éstos respondieron con sus ronroneos huecos. Seguí al alegre grupo hacia la libertad. Pero en el umbral no pude evitar un titubeo y, con una punzada de nostalgia por todo lo que dejaba atrás, cerré la puerta suavemente. Espero no haberme quedado, otra vez, en el lado equivocado.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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