Lenin tatuado en el pecho
Un hombre triste y humilde, de edad indefinida, desnudo hasta la cintura, que lleva una imagen de Lenin tatuada en el pecho. Es la fotografía que se me queda grabada tras mi recorrido por las salas del Palau de la Virreina que albergan la exposición del fotógrafo ucraniano Boris Mikhailov, fotografías de 1967 a 2003. La inmensa mayoría de las que allí veo hablan de la tristeza y el tedio de los habitantes de las ciudades rusas y ucranianas, tanto en la época soviética como en la actualidad. Esas fotos me recuerdan el kitsch y el aburrimiento satisfecho de los lugares más sórdidos de las ciudades inglesas, retratados por el fotógrafo inglés Martin Parr, además de la contaminada tierra baldía y desierta de su país, fotografiada por el checo Josef Koudelka, o los no lugares del canadiense Jeff Wall. El hombre con el tatuaje de Lenin -también en el catálogo- es para mí todo un símbolo del tema esencial de esa exposición y una de sus imágenes más patéticas: los humillados y ofendidos de las épocas comunista y poscomunista en Rusia.
Ese hombre con el tatuaje de Lenin en el corazón, del año 1997, es la encarnación de la tristeza sin esperanza de los perdedores. Es alguien que divinizó a Lenin como a un dios, que creyó en la revolución rusa y trabajó toda la vida por su triunfo. Y tras toda una vida de sacrificio, con su fe en Lenin en el corazón y la imagen del padre de la revolución bolchevique en el pecho, ahora resulta que, en su país, Lenin es proclamado un criminal sanguinario y, junto con Stalin, el Gran Malhechor del siglo XX. ¿Para qué sirvió, pues, la renuncia y el sacrificio, para qué sirvió toda una vida? Ésa es la pregunta desolada que parece inscrita en los ojos de ese hombre.
Mientras contemplo el hombre con el tatuaje de Lenin en el pecho, pienso en un cuadro de Hans Holbein, llamado Cristo muerto. Dostoievski, en El idiota, dice que, al ver ese cuadro, un creyente puede perder la fe. El hombre del tatuaje es como el Cristo muerto: es el hombre en toda su miseria, despojado de sus anhelos y de la esperanza, de las preguntas y las dudas que lo humanizan, y de cualquier clase de grandeza, hasta de la grandeza de la libertad; es un hombre más solo que el Cristo de Las siete últimas palabras de Haydn, a quien le es dado el consuelo último de la tragedia. Tanto la fotografía de Mikhailov como el cuadro de Holbein no representan ni una majestuosa tragedia ni un amable drama en adagio e cantabile, sino el vacío absoluto; el hombre del tatuaje y el Cristo de Holbein son seres humanos despojados de cualquier atributo fuera del de la insignificancia, son hombres sin otro destino que el de caer en el olvido. Tanto la fotografía como el cuadro son la meditación más depurada sobre la esencia de la condición humana. Como si el fotógrafo y el pintor le dijeran al espectador: Así eres tú.
El hombre con Lenin en el pecho está desconsolado. Su dios ha muerto, cuando él necesitaba su inmortalidad. Sí, los dioses soviéticos, Lenin, Marx y Stalin, han muerto, y con ellos se ha echado a perder el homo sovieticus. En las fotos de Mikhailov se perciben barrios periféricos grises, uniformes, sin árboles, llenos de barro, mujeres deformes, hombres gordísimos y borrachos, niños llevando a sus padres borrachos en la espalda, niños jugando en descampados sucios y sórdidos, ciudades estériles, convertidas en no lugares, baños en zonas industriales y contaminadas, y la lucha encarnizada por la supervivencia, representada por personajes susceptibles de ser interpretados indistintamente como asesinos o como víctimas. ¿Por qué asesinos o víctimas? Volviendo al hombre con Lenin en el pecho, advierto un bastón apoyado en su cuerpo semidesnudo. La postura del hombre humilde implica que ha recibido muchos bastonazos durante su vida. Sin embargo, veo que, de un momento a otro, ese humilde esclavo puede tomar el bastón en la mano y, con Lenin en el corazón, convertirse en el verdugo que castiga y esclaviza, convencido de su verdad única y dispuesto a morir por ella, morir por su idea del paraíso terrenal como Cristo en la cruz, y de paso repartir la muerte a su entorno.
Rusia es un país de esclavos y de tiranos, grandes y pequeños, se lee en las fotos de Mikhailov. Además, en sus imágenes podemos observar la misma miseria e infelicidad, el mismo tedio que los grandes clásicos del XIX, de Gogol a Dostoievski y de Turgénev a Chéjov, observaron tanto en la ciudad como en el campo ruso. ¿Para qué sirvió la revolución bolchevique y las largas décadas de persecución, del KGB y el gulag, de sacrificio cotidiano, de vivir en la penuria?, parecen preguntar las imágenes expuestas. Penuria, sí. Porque los ideólogos del comunismo soviético rechazaron la idea del imperio romano del pan y circo para el pueblo y optaron por la receta de la inquisición española: ofrecer al pueblo milagro, enigma y autoridad; el milagro del armamento y los vuelos al espacio, el enigma de un líder omnipresente y omnisapiente como Dios, y la autoridad con su mano férrea del gulag y la delación.
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