Las rodillas del escritor
LA PEQUEÑA Lulú le confiesa a su mamá, en la última escena de una historieta titulada 'La caza del oso', "mamá: a veces pienso que todos, menos yo, están completamente locos". Es, palabras más, palabras menos, la misma sospecha que siempre tuve yo mientras crecía: mi abuelo saludaba todas las noches a un fantasma inglés que le preguntaba "how do you do?", mi mejor amigo del colegio trataba de incendiar el edificio principal de la institución con tres fósforos que le pedía a su hermano mayor, mi vecina del piso de abajo vivía para la noche de las brujas pero en vez de dulces les entregaba papas sabaneras a los niños porque, decía, "mejor darles algo que alimente". Sí, los demás estaban locos: yo prefería quedarme, sano y salvo, dentro de mi apartamento.
Porque ahí, en mi apartamento, todo funcionaba: los inmensos cojines de la sala eran escalados por muñecos de plástico en apuros, el tapete pálido de mi habitación les parecía un desierto insuperable a los soldaditos de plomo que mi papá había traído de Londres, las mesetas del estudio eran el lugar ideal para fundar ciudades de Lego. Sí, así era. Y así fue hasta que, a fuerza de inventar dramas en el suelo, mis rodillas comenzaron a pelarse. Mi mamá me explicó, entonces, que la piel de los adultos era menos resistente que la de los niños. Y me consoló con la mirada porque sabía que yo, con mi fragilidad y mis temores, sobrevivía gracias a mis juegos.
La única manera de jugar sentado, según descubrí unos diez meses después, cuando cumplí los dieciséis años, era escribir pequeños cuentos. Mi profesor de literatura me enseñó a armarlos como si fueran rompecabezas de imágenes desconocidas. Y un par de años más tarde, cuando el colegio terminó, y el horrible mundo de la universidad me ayudó a comprender de qué hablaban cuando hablaban del Infierno, se convirtieron en una especie de novela. Yo había dejado de crecer. Medía lo que mido porque, desde que tuve uso razón, me dediqué a pedirle a Dios, todas las noches, que me impidiera ser más alto que mi papá. Y porque él, mi papá, el profesor de física, sospechaba que me iba a costar adaptarme al mundo real, me pidió le diera mis cuentos "para llevárselos a la hija de Carlota".
La hija de Carlota, María del Rosario, era la directora de una nueva colección de literatura colombiana. Y me llamó, unas semanas después, para decirme que quería publicar mis relatos. Yo, que jamás seré famoso por mi elocuencia, sólo atiné a darle las gracias. Acordamos que nos veríamos el miércoles -era un lunes de junio- y que yo pasaría a recogerla para ir juntos a una reunión que la editorial, Arango editores, había programado para la tarde de ese día. Y así fue. La recogí, estuvimos unas dos horas atrapados en el tránsito bogotano, y en las oficinas de Arango, después de contarnos la primera parte de nuestras vidas, llegamos a la conclusión de que el libro sería publicado en septiembre. Ella se iba a Europa el viernes, de vacaciones, pero volvería a Bogotá a comienzos de agosto. Esa noche, cuando llegué a mi apartamento, sospeché que estaba enamorado de mi editora. Quería llamarla para seguir contándonos la vida pero pensé, me acuerdo, que me vería todos los días con ella cuando volviera de su viaje y que no tenía por qué forzar las cosas. No me imaginaba, en ese punto de la historia, que ella se quedaría a vivir un año en Viena, que nos escribiríamos durante todos esos meses hasta confesarnos que desde aquella tarde, desde ese miércoles de junio de 1998, los dos nos habíamos dado cuenta de que teníamos que vivir juntos para siempre. Sí, sólo nos vimos esa vez. No nos vimos en un año. Pero cuando ella volvió, el 13 de junio de 1999, habíamos terminado de hacer el rompecabezas de la vida que íbamos a vivir hasta ser viejos.
Todas las vidas pueden contarse, si uno quiere, como un drama en tres actos. Y el final de mi primer acto, el momento en el que comenzó mi historia, fue el día en que me di cuenta de que tenía unos amigos y una esposa que me pedían que escribiera. Yo era, por supuesto, el primer sorprendido. El accidente que le abre paso a todos los segundos actos de todos los dramas del mundo me había llegado así, sin más, para revelarme que yo no estaba loco porque era capaz de contar mi propia vida. Los hechos que caían, mes por mes, me daban permiso para inventarme otras montañas, otros desiertos y otras mesetas. Y eso es lo que hago. La mitad del tiempo miro por la ventana y la otra mitad le doy la espalda al mundo. Anoto ideas en papelitos y después las escribo en mi computador. Sí, no hay nada atractivo, nada glamoroso, en este oficio -no puedo pensar, desde mi experiencia, en algo más aburrido que un reality show sobre escritores-, pero los días se me pasan como si sólo duraran tres o cuatro párrafos, y eso es lo que importa. Cada vez que termino de escribir alguna historia, algún poema, algún perfil muy triste, me doy cuenta de que sólo trato de deshacerme de mí mismo. Me doy cuenta, además, de que consigo morir cada vez que le pongo el punto final a un último proyecto. Y entiendo, de paso, que todos los libros están escritos por hombres muertos.
Todavía vivo en el edificio en donde nací. Sigo sintiéndome mejor adentro que afuera. Aún leo todos los cómic y veo todas las películas que puedo. Ya no puedo arrodillarme tanto como antes, no. Lo hago dos o tres minutos, todas las noches, para agradecerle a Dios que me haya dejado vivir de lo que juego.
Ricardo Silva Romero (Colombia, 1975) es autor de la novela Relato de Navidad en la Gran Vía (Alfaguara).
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