Rajoy en Valencia
No parece don Mariano Rajoy hombre de mala entraña ni de mucho ingenio; cualidades cuya veracidad se hace más verosímil en los políticos así que estén en campaña; pues siendo generalmente elaboradas las líneas maestras de una soflama por mentores a sueldo, o incluso por uno mismo, la espontaneidad sufre una metamorfosis que, beneficiosa o deplorable, siempre es enriquecedora para el observador atento. Verdad es que el observador suele estar en la otra orilla, y si mala es la excesiva proximidad al bosque, no es mejor la mucha distancia. Por fortuna o desgracia menor, el político ibérico procede casi siempre, y en corte transversal, de una variante humana de más bien escasa enjundia. Ibérico he dicho y no es tópico. El gran político es una especie en vías de extinción en todas partes, pero repasemos la historia de este país (basta un pequeño ejercicio mental) y comprobaremos que aquí no ha habido un solo Clístenes que sacar del baúl de los recuerdos.
Mariano Rajoy es el único político del partido gobernante al que le he oído una alabanza nítida al PSOE, su rival; naturalmente, la alabanza sólo llega hasta el día infausto en que ese adversario dejó su virginidad en lo rastrojos. Menos da una piedra. Enterarse por boca del sucesor que hubo vida antes del PP, es insólito por los cuatro costados. Que el candidato Rajoy sienta gran debilidad por los deportes y la prensa deportiva, juzgue cada uno, pero recordando que nunca el señor Rajoy, que yo sepa, se las dio de entendido en bellas artes y literatura; ni siquiera ha pretendido ser un ideólogo. ¿Acaso persiguió tal fin el mismísimo Napoleón? En realidad aquel sujeto, soñador de la unidad de Europa, describía la ideología como "esa tenebrosa metafísica que, al buscar con sutileza las causas primeras, quiere fundar sobre esas bases la legislación de los pueblos, en lugar de adecuar las leyes al conocimiento del corazón humano y a las lecciones de la historia". Mejor que don Mariano no se tope con éste u otro párrafo semejante, y si lo hace, que interprete aplicando criterios neohistoricistas y todos saldremos ganando.
Tiene don Mariano pinta de hombre doméstico, buen burgués, flemático y tranquilo. Puede uno imaginárselo jugando al mus con las fuerzas vivas de una localidad tranquila de un país tranquilo, de esos que no tienen historia. Es el sueño napoleónico a escala física reducida; de aquel Napoleón que decía detestar la guerra y que jugaba al ajedrez, juego belicoso para seres pacíficos y tranquilos. Pero ahora no me estoy inventando a Rajoy, sino reproduciéndolo, puesto que él mismo esbozó su utopía, aquí en Valencia, como nos lo contó Joaquín Ferrandis (EL PAÍS, 22-2-2004). El candidato quiere poner el deporte "en el centro de su política". Así como suena y suena a distopia a quienes Ronaldo les importa una castaña podrida. "Quiero una España tranquila donde no haya bronca, porque hay personas que se enfadan porque quieren. Haré un esfuerzo para que algunos que están siempre enfadados dejen de estarlo... Se trata de vivir en un país normal, haciendo cosas normales... y donde intentemos ser felices porque bastantes problemas nos da el día a día. Creo que no es tan difícil y eso es lo que prometo". Tan candorosa y superficial generalización se comenta sola y no es recomendable para quijadas sensibles. Pero seamos comprensivos, que es el primer paso para perdonar aunque, irremediablemente, lo hagamos ya desde otro ángulo. Tal reducción de la realidad social me recuerda a un amigo de juventud que iba por los prostíbulos intentando redimir a unas chicas a las que sólo el pecado libraba de morir de inanición.
También el candidato Rajoy es un soñador. Enamorado de España, le gustaría verla ardientemente unida y fundida en amoroso abrazo, sin enfados gratuitos, sin broncas y con un proyecto común, la búsqueda de la felicidad. Y en plena efusión sentimental, olvidado del pasado y del presente, declara que eso no es tan difícil y promete demostrarlo. Le creo, y porque le creo, si algo pudiera todavía alarmarme indebidamente, así me alarmaría. No hay ni ha habido pueblos felices (lo de Suiza y el reloj de cuco es una idiotez) y júntense dos sujetos y más tarde o más temprano habrá bronca; y si son tres o más, sólo cabe esperar que la bronca no sea sanguinolenta. Y lo que Bentham entendía por felicidad es ser lo menos desgraciado posible. Aplicado a una colectividad, o sea, a la política, este sermón catequístico de Rajoy es risiblemente conmovedor. Pero yo quisiera creer todo lo que dijo en Valencia. Que no fuera otra argucia más, entre tanta baba ponzoñosa como segrega la vida política en campaña y sin campaña. Fuera cierto lo oído se trataría no obstante de un impulso nostálgico, casi un llanto por la inocencia perdida. Un rapto insólito propiciado acaso por un ambiente amable. El tiempo nos hace peores pero siempre queda en pie algún que otro arbusto esparcido por la estepa. ¿Cómo, si no, don Mariano se ha rendido durante tantos años a la rutina ritual?
Tantos años en política -25 declara el candidato- y qué ha sido de ellos. En las dos últimas legislaturas el señor Rajoy ha desempeñado los cargos más diversos y más altos, excepto la presidencia del Gobierno. Al parecer, sin embargo, su influencia real ha sido mucho menor que su poder nominal. El Estado autonómico no ha funcionado, ni de lejos, tan bien como se dice y don Mariano ha estado metido en eso. Verdad es que no hay Estados federales y autonómicos sin rivalidades y tensiones. Pero en los políticamente maduros -los normales, dice Rajoy- son líos de familia. Algún caso aislado de otra índole puedo recordar. El novelista Norman Mailer quiso convertir Nueva York en una especie de ciudad-Estado y le votaron en familia. Un político californiano quiso que su estado pagara menos impuestos (California supone la quinta parte de los ingresos federales) y fue barrido del mapa por sus propios paisanos.
Aquí la cuestión es de índole territorial, si de países tranquilos, sin broncas y lanzados a la felicidad hablamos. Un centro que nunca supo serlo y unas partes que tampoco son inocentes, pues toda la razón no cae nunca de un solo lado, y menos en complejos y seculares agravios políticos, sociales, económicos y de poder en cóctel desdichado. Pero al candidato Rajoy la pócima le parece de fácil transmutación en bálsamo de Fierabrás. Muchos son los Sanchos, pocos los Quijotes, y el tal brebaje a poco dio con Sancho en la fosa.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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