Tribunales y ciudadanos
La última edición, por ahora, del desencuentro entre los tribunales Constitucional y Supremo -especialmente desabrido cuando aparece en escena la Sala Civil de este último- ha planteado complicados aspectos de la interrelación entre ambos, así como ha reproducido antecedentes de reproches mutuos más próximos a un ajuste de cuentas que a la aplicación taxativa de las normas jurídicas. En cambio, ha quedado en un segundo plano de esta reyerta el papel de los ciudadanos, siendo así que es justamente la obligada protección jurisdiccional de sus derechos fundamentales lo que constituye la razón de ser de esos dos importantes tribunales.
Los alineamientos a favor de uno u otro tribunal han defendido más el prestigio y la supremacía que se les atribuye que la función que la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico les asigna en orden a la promoción y garantía de tales derechos y libertades, de los que son titulares, y muchas veces acreedores, los ciudadanos. Porque la Constitución legitima a todo ciudadano para "recabar la tutela" de los mismos "ante los tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional".
Queda claro, pues, que la única norma constitucional inconmovible -mientras no se reforme la Constitución para rebajar la tutela de los derechos humanos- es la prioridad que tienen los ciudadanos para que las libertades y derechos fundamentales que la Constitución les reconoce sean protegidos eficazmente por el entramado de órganos judiciales -ordinarios o de creación constitucional- a los que corresponde velar contra la violación de esos derechos y libertades.
En la polémica suscitada por la condena de 11 jueces del Constitucional, a los que la Sala Civil del Tribunal Supremo impuso una indemnización de 500 euros a cada uno, como responsables civiles de "negligencia profesional grave" al inadmitir un recurso de amparo sin examinarlo, lo que se ha puesto de manifiesto es, por los partidarios del Constitucional, el ataque perpetrado a su superioridad "en materia de garantías constitucionales", y por los defensores del Supremo, la legitimación jurisdiccional para enjuiciar, desde la óptica de la responsabilidad civil, el trabajo de cualesquiera profesionales, incluso de quienes integran el órgano intérprete supremo de la Constitución.
Unos y otros tienen necesariamente que aceptar que lo que la Sala Civil del Supremo no puede hacer, y no hizo, es revocar la decisión de inadmitir el recurso de amparo, resolución que quedó incólume y, por lo tanto, rechazado el recurso.
Pero ¿dónde quedan los ciudadanos? ¿Qué ganan o pierden los titulares de los derechos fundamentales con la trifulca entre los dos importantes tribunales? ¿Qué papel les atribuyen los partidarios de uno o de otro, o no les atribuyen ninguno y la crisis constitucional sólo es de las instituciones o sólo consiste en el fuero de quienes las integran, sin afectar más que de refilón a las personas a las que los magistrados de todo orden se deben? ¿O, por el contrario, el choque entre los dos tribunales significa un soplo de aire fresco para los ciudadanos de a pie?
Desde la perspectiva de la ciudadanía los controles de unos a otros tribunales, por molestos que resulten a los integrantes de los órganos controlados, sólo pueden originar consecuencias saludables para los titulares de los derechos. El mejor ejemplo histórico nos lo proporcionó precisamente el Tribunal Constitucional, que en los años 80 tuvo la audacia y el mérito de corregir a los órganos judiciales ordinarios, incluido el Tribunal Supremo, de modo que, en materia de libertades y derechos fundamentales, se aplicara directamente la Constitución, aunque no existieran normas legales que los desarrollaran. ¡Aquélla sí que fue una medida a favor de los ciudadanos, por mucho que los palmetazos del Constitucional produjeran cicatrices en los jueces de carrera!
Todavía hoy el Tribunal Constitucional es más eficaz en la defensa de la Constitución cuando rectifica las decisiones judiciales poco respetuosas con la vigencia de los derechos fundamentales -incluidas muchas de las distintas salas del Supremo- que cuando las convalida o avala. Pero ese ejercicio de su función jurisdiccional suprema "en materia de garantías constitucionales" no convierte a sus magistrados en inmunes, y así, cuando incurran -o se les acuse de incurrir- en responsabilidad civil o penal, son las correspondientes Salas del Supremo las encargadas legalmente de enjuiciarles, con mayor o menor acierto, ésa es otra cuestión.
La existencia de ese juego de controles jurisdiccionales recíprocos, cada uno en el área que le corresponde, es la suprema garantía para los ciudadanos del ejercicio de un poder responsable.
Es curioso que una pelea entre tribunales por una sentencia discutible, originada por la impugnación audaz de una resolución polémica, haya producido mucho más revuelo que la previsible conculcación de derechos fundamentales que cabe suponer desprotegidos por la inadmisión sistemática, en los últimos años, de más del 95% de los miles de recursos de amparo interpuestos ante el Tribunal Constitucional.
Hay que reconocer que una bolsa tal de recursos de amparo es inasumible por un Tribunal integrado por 12 magistrados y obligado a resolver en pleno inevitables recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, que impugnan centenares de normas legales, así como conflictos de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas. Cierto es que unas sentencias más sobrias y menos solemnes y extensas permitirían resolver un mayor número de recursos de amparo, habida cuenta la rica jurisprudencia ya existente, que facilita el abordaje de nuevos asuntos.
Pero una solución al problema de la cantidad de recursos inadmitidos que tenga en cuenta la prioridad del disfrute ciudadano de las libertades y derechos fundamentales sólo la puede proporcionar el legislador orgánico, mediante el desarrollo del artículo 53.2 de la Constitución, por ejemplo, a través de la creación de una Sala de Derechos Fundamentales en el Supremo, suficientemente dotada de magistrados, encargada de subsanar la vulneración de tales derechos por la jurisdicción ordinaria -incluidas las actuales cinco salas del Supremo-, de modo que al Tribunal Constitucional sólo llegaran recursos de amparo de muy especial relevancia constitucional.
Mientras esas soluciones llegan, la preocupación apremiante, desde un planteamiento constitucional y democrático, tiene que ser, por encima del prestigio o deterioro del Tribunal o de sus magistrados, el déficit de protección de esos derechos y libertades que la actual situación permite.
Un Tribunal Constitucional que, a lo largo de sus 24 años de existencia, sólo en 2000 -siendo presidente Pedro Cruz Villalón- resolvió más cantidad de asuntos de los que ese año ingresaron, y que en los tres últimos años ha reducido notoriamente su producción y rebajado a menos del 5% los recursos de amparo que admite, no tiene constitucionalmente tiempo para enzarzarse en una pugna sobre quién controla a quién, porque debe dedicarlo a resolver la mayor cantidad posible de los centenares de asuntos pendientes, en interés de los ciudadanos.
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