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Identidad: ¿elector?

Joan Subirats

Es tal la acumulación de procesos electorales en pocos meses, que uno empieza a pensar que su única identidad civil es la de ser elector. El próximo mes de junio culminaremos, con las elecciones europeas, más de un año de elecciones, campañas y precampañas. Y me temo lo peor. Es decir, que la participación electoral en esas elecciones sea de las más bajas de nuestra, ya de por sí, discreta historia participativa. No creo que nadie llegue al verano con el síndrome de abstinencia por falta de campaña electoral. Creo más bien que nuestros cuerpos, mentes y oídos se sentirán aliviados tras la presión a que han sido sometidos en estos meses. Con eso no pretendo abonar a los que desprecian la política y a los políticos de una manera indiferenciada y demagógica. Por ese camino sólo se consigue alimentar los nuevos populismos de la extrema derecha que florecen por Europa. Pero al mismo tiempo, me resisto a verme reducido a mero elector-espectador de una dinámica política que se presenta cada día más como un espacio acotado para los sospechosos habituales. Un espacio y una forma de operar que hace que el debate sobre los valores y las grandes cuestiones, sin duda determinantes para nuestro futuro y el de nuestras comunidades, acabe muchas veces reducido a un juego de negatividades cruzadas ante las cuales sólo se esgrima como alternativa el yo sí tengo soluciones; si accedo a1 poder, todo se va a arreglar.

Son pocos los políticos que tratan a los ciudadanos más allá de su condición de electores o de meros usuarios de las administraciones públicas. Mi concepción de la ciudadanía no se agota en el hecho de pagar impuestos, votar y ser cliente (muchas veces forzoso) de un sinfín de servicios públicos. Un ciudadano no es sólo un elector ni es tan sólo un consumidor. Las complejidades personales, sus identidades cruzadas, pueden ser muchas y variadas, y el esquematismo con el que tantas veces somos tratados no hace honor a una sociedad que despliega cada vez con más fuerza su diversidad y su preocupación por un futuro que no convendría simplificar. Es cierto que los grandes medios de comunicación de masas no ayudan demasiado a trasladar esas complejidades y matices. Pero no observo grandes esfuerzos en luchar por cambiar ese círculo vicioso en el que yo simplifico porque si no, no salgo y nosotros sólo trasladamos lo que los políticos nos sueltan. No podemos seguir tratando a la ciudadanía como personas sin demasiado criterio, que se dejan llevar por elementos circunstanciales y por dinámicas perfectamente planeadas desde una lógica de mercadotecnia. Es evidente que hay ciertas formaciones políticas que usan a destajo esos mecanismos para vender su demagogia y su populismo comelotodo. Pero las fuerzas políticas que pretenden constituirse en alternativa no pueden caer en esa trampa, ya que el medio acaba comiéndose al mensaje y entonces los dilemas de fondo desaparecen en el follaje del envoltorio, en la parafernalia de las banderas que ondean, en los rostros de jóvenes más bien patéticos, puestos allí de atrezzo circunstancial.

Ni la vida ni la política se acaban en las elecciones. Y ese error, de persistir, nos acabará produciendo muchos problemas. Hay mucha política fuera de las instituciones, fuera de los partidos, fuera de las campañas electorales, y el que niegue ese hecho se equivoca tanto o más que el que desprecia las instituciones, los partidos políticos o los candidatos como algo obsoleto o sin sentido. Los partidos más asentados, populares, convergentes y buena parte de Izquierda Unida, han confundido lamentablemente política con políticos, y ciudadanos con electores. En ese escenario, otros partidos -por ejemplo, Esquerra o Iniciativa per Catalunya- juegan con cierta ventaja, ya que han logrado combinar tradición e institucionalización con renovación y cobijo a la disidencia. Les es más fácil conectar con sectores sociales que se alejan como pueden de lo que huele a establishment, de lo que huele a aparato-necesario-para-seguir-en-el-rollo, y ello es así al margen de la buena o mala voluntad de unos u otros. La gran fuerza de la democracia seguirá residiendo en su capacidad de contener al disidente. En el momento en que ello no sea posible, su fuerza, su vitalidad se irá perdiendo como cualquier planta a la que le falte agua. Debe continuar existiendo la posibilidad de seguir siendo, aunque mi posición sea tan minoritaria que se reduzca a mi sola e irrepetible disidencia, y ahí es donde la cuota de pantalla desempeña un papel extraordinario. Los cristianoconvergentes han reclamado con éxito a la Junta Electoral Central el acuerdo al que ellos mismos habían contribuido a forjar en el Consejo de Administración de la Corporación Catalana de Radio y Televisión, por el cual se buscaba que los partidos minoritarios tuvieran el tiempo suficiente para explicar sus programas, reequilibrando tiempos y porcentajes de voto. La realpolitik de la que Josep Antoni Duran Lleida y Artur Mas son ejemplos paradigmáticos, ha puesto el freno a la tímida medida que pretendía acercar visibilidades mediáticas a pluralismo político. Seamos claros: la política no se acaba en las cuotas de pantalla, pero no seamos tampoco ingenuos, la democracia hoy, o empieza en la igualdad catódica o es pura palabrería. Y no me refiero a igualar el tiempo de los espacios publicitarios, esa especie de mentira institucionalizada que nos echan. Eso tiene muy poco que ver con la política. Me refiero a espacios políticos argumentativos. Donde exista contradicción. Donde se huya de los monólogos monopolistas. Me refiero a deliberación. Me refiero a democracia.

De eso me quejo, de la calidad de nuestra democracia, convertida cada día más en un artilugio que el Partido Popular controla con mano maestra porque su objetivo no es la política, es el poder. No le importa la democracia, sino su control. Y las opciones alternativas no saben o no quieren salir de ese escenario, complementando la condición de elector de los ciudadanos con su condición de protagonistas. No sólo súbditos que consienten a decisiones cada vez más ajenas, sino decisores con los que contar, desde su madurez y autonomía. De seguir así, acabaremos dando la razón a Paolo Flores d'Arcais, que en su último libro nos decía que el divorcio entre ciudadanos y políticos de profesión se anuncia como el elemento cada vez más estructural de las democracias realmente existentes.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB y editor de Elementos de Nueva Política, publicado por el CCCB.

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