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Columna
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Preservar el matiz

El mitin como carcoma de la democracia. Escucho las intervenciones de los diversos candidatos y no puedo evitar pensar que la democracia, la cultura democrática, ganaría con la desaparición de los mítines electorales. Viene de "meeting" ("meet", encontrarse), pero tiene cada vez más de desencuentro: guerracivilismo retórico, infinitamente mejor que el guerracivilismo armado, cierto, pero no por ello libre de consecuencias perversas. ¡Qué barbaridades llegan a escucharse! Se insulta -unos, es verdad, más que otros- al adversario y se insulta, sobre todo, a la inteligencia del votante. Remedando a De Quincey, habría que decir que, si uno empieza por permitirse un insulto canallesco, pronto no le da importancia a hacer imitaciones de sus adversarios políticos, de las imitaciones se pasa a pedir el voto a unos jubilados a los que se ha invitado a cocido: una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. Lo que se busca en estos actos políticos es la lobotomización de los oyentes, su domesticación, su condicionamiento pauloviano. ¡Somos la leche, no hay quién nos gane, los otros son unos desgraciados, te quieren quitar lo tuyo, gora gu ta gutarrak!

Escribe Jorge Wagensberg: "Creedor es el que necesita mucho someter su creencia a la colisión con la realidad, crédulo es el que lo necesita, pero no mucho, y creyente, el que no lo necesita en absoluto". Y concluye: "Lo mejor que la humanidad ha hecho a favor de sí misma ha sido por gracia de creedores y ante la resistencia de creyentes". El creedor es irónico, escéptico y prudente. Prudente no necesariamente en sus objetivos, pero sí en sus prácticas. Sabe que no lo sabe todo y es consciente de que puede muy poco. En particular, sabe que su capacidad de hacer es incomparablemente superior a su capacidad de prever; que con los proyectos y las realizaciones ocurre como con el ojo y la tripa: que ésta siempre se llena antes y que, si no somos capaces de distinguir entre deseos y posibilidades, el resultado inevitable es la indigestión. El creedor es, por encima de todo, capaz de tomar distancia de sus propias razones.

Es posible que la división entre creedores y creyentes sea más una categorización teórica que una representación de la realidad. Es posible que hasta el mayor de los creedores guarde en su seno un creyente que espera a caer rendido ante un dios aún por emerger; como es igualmente posible que hasta el más enfervorizado de los creyentes se vea, en alguna ocasión, sacudido por la duda. Sin embargo, esa distinción configura dos tipos ideales que, si acaso no sirven para describir la realidad, son enormemente valiosos para orientar una determinada pedagogía política. ¿Qué tipo de ciudadano queremos educar? ¿Un ciudadano irreflexivo, acrítico, satisfecho, inflexible, un creyente, en suma? Necesitamos trazar una nueva raya en la arena. Dame un creedor, sea cual sea su orientación política, y podremos llegar a acuerdos. Pero los creyentes, ¡ay!, esos son harina de otro costal. Para el creyente las fronteras son muros que proteger (los propios) o que derribar (los ajenos), pero nunca espacios porosos que invitan al encuentro con el otro.

"¿Se puede crear el partido de quienes no están seguros de tener razón? Ése sería el mío. En cualquier caso, no insulto a quienes no están conmigo. Es mi única originalidad". Albert Camus se expresaba así en julio de 1949. Y continuaba: "Quieren hacernos creer que el mundo actual necesita hombres identificados totalmente con su doctrina y que persigan fines definitivos mediante la sumisión total a sus convicciones. Creo que ese tipo de hombres, en la situación en que está el mundo, es más dañino que benéfico. Pero admitiendo, lo que no creo, que acaben por conseguir el triunfo del bien al final de los tiempos, creo que es preciso que exista otro tipo de hombres, atentos a preservar el matiz delicado...". La frase continúa, pero yo me detengo aquí.

Preservar el matiz delicado. En un mundo cada vez más complejo y abierto, los creedores son los únicos que comprenderán y permitirán el mantenimiento de una zona gris imprescindible para que la política sea posible. De lo contrario, el choque de creencias está servido.

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