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Si yo fuera rico

A finales de los setenta, lo económico inició un proceso de apropiación del discurso político, convirtiendo sus recetas unilaterales en sustancia fundamental del pensamiento único. En un primer momento, un tipo de planteamientos doctrinarios que defendían como estabilidad económica la baja inflación y el desempleo elevado, las políticas de ajuste y la desregulación del mercado de trabajo se presentaron como "la única política posible". Una vez lograda la aceptación generalizada de ese orden de cosas, la ofensiva pasó al papel del sector público. Menos Estado, privatización, menos regulación y protección social. Paralelamente le llegó la hora a los impuestos. Todo el sistema de redistribución constituido durante décadas para corregir la desigualdad inherente al funcionamiento del mercado, todo el planteamiento político avanzado de derechos de ciudadanía, de protección frente a las contingencias de la vida comenzó a desmoronarse.

La derecha política inició decidida la liquidación del núcleo del modelo social

Triunfante, la derecha política inició los pasos necesarios para la inversión y liquidación última del núcleo del modelo social levantado en la última mitad del siglo pasado: el modelo que ha caracterizado a los países de mayor desarrollo del planeta. El déficit público fue proscrito, incluso declarándolo ilegal. Finalmente, llegaron las formulaciones decisivas: prohibir el crecimiento del gasto público, rebajar la presión fiscal y reducir los impuestos, pero de forma inmediata los establecidos sobre las rentas de capital y los grupos de ingresos más elevados. Por fin, ya no podrá haber redistribución ni recursos que sustenten un sistema basado en servicios y protección social públicos. La demolición está llegando a los cimientos.

La tendencia es general, pero en España es más rápida, y más grave porque hay mucho menos que desmantelar. El gasto público y el gasto social son de los más bajos de Europa, los impuestos más débiles y menos redistributivos. Los perceptores de grandes rentas de capital, los detentadores de patrimonios cuantiosos están de enhorabuena. Hace sólo ocho años tributaban al tipo máximo del 56%, hoy sólo lo hacen al 45% y se les promete menos del treinta, cuando el tipo más alto del IRPF converja con el del Impuesto de Sociedades, que será reducido.

La dicha fiscal ante las promesas electorales aumenta desde luego con la renta. El mínimo exento va a incrementarse sustancialmente. Las plusvalías obtendrán un régimen de bienestar fiscal que oscila, según las diferentes promesas, entre que la inmensa mayoría quede exenta o que todas paguen como los contribuyentes de rentas más modestas, es decir, al tipo mínimo del IRPF. Las empresas, naturalmente, disfrutarán de una tributación muy aligerada. Unos bajarán el tipo impositivo a todas más de cinco puntos porcentuales (desde el 35% actual), otros ampliarán hasta la totalidad la proporción de empresas beneficiadas por un tipo especialmente aminorado.

Si yo fuera rico, la seguridad de que mis impuestos bajaran una y otra vez me llenaría de satisfacción. Las reducciones del tipo máximo liberarán de tributación grandes porciones de mi renta. Si fuera rico no me parecería mal la deducción personal. Por ejemplo, si mis ingresos anuales fueran de 120.000 euros, aplicando las anunciadas rebajas fiscales, mi renta podría ser superior respecto a la que habría obtenido en 1996, después de impuestos, en unos 20.800 euros, un nada despreciable 32%. A su vez, si mi renta fuera de 1,2 millones de euros, las rebajas fiscales prometidas mejorarían mis ingresos respecto a los que obtendría con la tarifa de 1996 en unos 300.000 euros, un 55% más. En un contexto de reducciones de impuestos, la ventura crece con la renta.

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Además, si mis rentas fueran elevadas no me parecería mal que las deducciones personales o por mis hijos, padres, o cualquier otra que tenga que ver con los mínimos exentos valgan varias veces más en ahorro de impuestos si gano 120.000 euros que si gano 25.000. Las discriminaciones a mi favor me parecerían justificables. Siendo persona pudiente no me preocuparía que las rebajas fiscales disminuyeran los recursos con los que financiar los servicios públicos. Al contrario, defendería que cada uno se los sufragara privadamente, porque con mis impuestos estaría financiando los de los pobres y de las clases medias.

Pero sobre todo, desde mi posición económica privilegiada, lo que me causaría satisfacción es comprobar que las propuestas fiscales de las principales fuerzas políticas manifiestan una coincidencia de fondo, que ambas defienden los mismos planteamientos de rebajar impuestos a las rentas altas, a las de capital y a las empresas, que coinciden con reducir la progresividad que defienden que la redistribución no debe hacerse a través de los impuestos.

Por el contrario, si fuera currante o aun clase media, abogaría por la dignificación de los impuestos como la justa aportación de una sociedad responsable por los servicios que exige y disfruta. Reclamaría unos impuestos progresivos porque, aunque lo nieguen, no puede haber redistribución sin progresividad. Y también porque no es posible corregir las desigualdades a través del gasto público, ni sostener servicios públicos avanzados sin defender que los más favorecidos aporten en proporción a su riqueza.

La realidad económica es muy tozuda y ha demostrado que la teoría de Arthur Laffer, tan en boga, de que mucha presión fiscal reduce la recaudación fiscal o que "más impuestos matan al impuesto", no es cierta. P. Krugman ha demostrado que la reducción fiscal en EE UU no ha provocado mas crecimiento e inversión, sino mas déficit y más desigualdad. La teoría y práctica económica demuestran la relación directa entre incrementos de la recaudación y mejora de infraestructuras, de la productividad, de los salarios reales y del bienestar colectivo. Por ello, sin otra fiscalidad no habrá recursos suficientes para un cambio en el modelo productivo y en el modelo social. Se está degradando el instrumento para la construcción de una sociedad más justa y, en consecuencia, más democrática.

Carlos Trevilla Acebo es representante de UGT en el Consejo Económico y Social vasco.

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