Zoología moral
Los "animales tristes" a los que hace referencia el título de este libro son hombres y mujeres para los que la juventud, en la mayor parte de los casos, empieza a quedar atrás. Habitantes de ciudades como, por ejemplo, Barcelona (pero lo mismo podría tratarse de Madrid, o de Roma, o de Bruselas)son -declaraba el propio Puntí- "gente que por la noche miran la tele durante tres horas y para que su vida tenga sentido critican Crónicas marcianas; profesores de instituto, funcionarios, que compran en Ikea y creen que es diseño".
Tienden a vivir en pareja, pero son tentados por las aventuras sexuales, y llaman amor a la distancia que resta entre los impulsos de seguirlas y su terror a la soledad. Tanto si se resuelven a saltar esa distancia como si no, padecen los desarreglos sentimentales que la sola conciencia de esa distancia conlleva. A esos desarreglos, y a otros de parecida naturaleza, suelen llamarlos insatisfacción. Lo determinante en unos y otros son las distintas formas que tienen de pactar con esa insatisfacción, y las dificultades que para conseguirlo supone el que carezcan de -por así decirlo- glándulas morales.
ANIMALES TRISTES
Jordi Puntí
Salamandra. Barcelona, 2004
192 páginas. 16,19 euros
Esto último puede resultar chocante, pero es un modo como cualquier otro de sugerir que es su moralidad, precisamente, la que establece las conexiones más profundas entre las seis piezas narrativas de este libro. Todas ellas ejercitan, en efecto, una suerte de costumbrismo moral muy afín, en definitiva, al de algunas de las más vigorosas corrientes del relato americano. Pero no es necesario acudir tan lejos en busca de parentescos, por mucho que Jordi Puntí (Manlleu, Barcelona, 1967) concibiera y escribiera este libro durante una estancia en Nueva York. Baste pensar en los "cuentos morales" de Eric Rohmmer para hacerse una idea bastante aproximada, aunque vaga, de la acepción que se da aquí a ese término, el de moralidad.
En este registro (un registro en el que incurre asimismo -por venirse mucho más cerca todavía- una película como la reciente En la ciudad, de Cesc Gay) Jordi Puntí es un experto, camino de convertirse en maestro. Y por mucho que en este libro se haya templado la fascinación por el grotesco de la vida cotidiana que despuntaba en Piel de armadillo, su primer libro de relatos (1998; Salamandra, 2001), no cabe obviar la comicidad latente o claramente manifiesta que se abre paso a través de la desdicha esencial que caracteriza a estos Animales tristes. Precisamente en eso se juega la mencionada moralidad de sus distintas historias: en la comicidad que se desprende de la tristeza tan vulgar -genérica- y sin embargo tan calamitosa a la que sucumben sus personajes. Costumbrismo moral, pues, pero en clave de comedia, como era de esperar. Comedia moral de costumbres, valga añadir. O, por seguir el juego a las intenciones del título: comedia humana, tristemente humana.
Las resonancias balzaquia-
nas de esta última etiqueta vienen bien para sugerir cómo en el libro se rozan o se cruzan los caminos de sus distintos personajes, pertenecientes todos a un mismo tejido social, cultural, sentimental, del que uno por uno, pero sobre todo en conjunto, son representativos. A este respecto, en la construcción del libro apunta, pero solo apunta, una ambición totalizadora que permanece como contenida por la escasez a la que el autor decide finalmente atenerse.
El retablo de treintañeros de clase media que configuran las cuatro primeras piezas del volumen parece buscar un complemento en el díptico que forman entre sí las dos piezas finales. El protagonismo de éstas recae, por un lado, en un matrimonio ya maduro de clase acomodada, y por el otro, en la sirvienta de la casa y su noviete, un inmigrante peruano. Pero se hace evidente que Puntí domina mucho mejor el dibujo de los personajes que pertenecen a su misma franja generacional -y social-. En los cuatro primeros relatos del libro (y con la sola excepción de Perro que se lame las heridas, en el que se hace empleo de la primera persona), el narrador ostenta una condescendiente y eficaz omnisciencia, llena de compasión y de ironía distanciadora. En los dos últimos, los trazos son bastante más gruesos, la mirada del narrador es mucho más externa y el tono satírico resulta demasiado subido.
Los relatos de Jordi Puntí se sitúan en la estela de los de autores como Quim Monzó y Sergi Pàmies, que han acertado a adaptar en lengua catalana, y hacer propias (con logros superiores, por cierto, a los de la media de sus colegas en lengua castellana), algunas de las mejores cualidades del relato norteamericano. Por este camino, y zafándose del burdo humorismo que a menudo achata los alcances de tantos otros narradores que avanzan en parecida dirección, Puntí ha adquirido ya, con sólo dos libros, una merecida notoriedad, que lo hace acreedor de una sólida expectativa. Su literatura no se sale, de momento, de las convenciones de un realismo urbano más o menos crítico, más o menos narcisista, que articula una suerte de sentimentalidad internacional. Los personajes de este libro llevan nombres como Mirra, Eric, Leif, Irina, Helmut, y no vale la pena indagar los motivos de esta bárbara onomástica. En cuanto a la previsibilidad de sus afectos, de sus congojas, de sus conductas, vale decir lo que, en el hermoso relato titulado No estamos solos, su protagonista, Helmut, que se dedica a escribir guiones para falsos documentales de ciencia-ficción, se dice a sí mismo cuando observa las fotos de los actores y actrices segundones que la productora le manda de Estados Unidos. Helmut piensa en las vidas inventadas que a él le corresponde atribuir a esos rostros, y el narrador exclama: "Tópicos, tópicos, tópicos, pero ¡con qué ductilidad se ajustan a la vida real, todos esos caracteres, con qué sencillez acaban siendo tan creíbles que uno podría encontrarse con ellos en la cola del súper!".
Y bien: eso mismo son los personajes de este libro: los animales tristes que uno se encuentra en la cola del súper.
O en los espejos.
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