La aristocracia del espíritu
La preocupación de un novelista al concluir que una de sus obras no ha sido entendida posee un doble motivo. El más claro viene del fracaso editorial: poco se puede añadir cuando el autor no encuentra el eco que esperaba, o al menos un mínimo reconocimiento al cual se merecía acreedor. La segunda causa, más sibilina quizá, pero no menos punzante, surge cuando determinada obra alcanza el éxito por causas que el autor considera erróneas o insatisfactorias. Es fácil y, desde luego, es sensato argumentar que tan legítimo resulta el disfrute de un lector, o de muchos, por una trama bien urdida y sus peripecias, por la novedad de una cierta mirada sobre la existencia que aporta una novela de éxito, como la frustración de un autor por no ser comprendido en la medida o con la precisión que él hubiera deseado: cuando más allá de un talento y un oficio, que no siempre puede calibrar, se elude la percepción de esos fondos que el escritor mima durante su trabajo y cuyo aplauso (aquí no hay duda) echa de menos en las reseñas o en los comentarios sobre su libro. Este caso fue el sucedido con la primera novela de John Fowles, El coleccionista, publicada en 1963, cuyo éxito se vio multiplicado por la versión cinematográfica del año siguiente.
ÁRISTOS
John Fowles
Traducción de Miguel Martínez-Lage
El Aleph. Barcelona, 2004
253 páginas. 17 euros
Se ha definido siempre El coleccionista como un thriller psicológico (psiquiátrico sería un adjetivo más adecuado) en el que uno de sus protagonistas, un ejemplar típico de cockney, aspira al amor de la mujer de sus sueños mediante un cortejo poco ortodoxo: el secuestro. En la historia, dolorosa y desgarrada, los lectores apreciaron una desquiciada versión de amor imposible en el que, sobre la obvia locura del secuestrador, un psycho-killer en ciernes, se sentían tentados a descubrir en cualquier relación la importancia de las diferencias sociales y culturales por encima del impulso sentimental. Desde luego, su autor quiso escribir aquello por lo que fue elogiado; pero su intención última, su voluntad genuina, era de rango superior: debatir las ideas y la conducta entre un ser espiritualmente mutilado por la cultura de masas, la presión del capitalismo y los miedos de la guerra fría, que a su vez cercena el embrión de alguien que podría alcanzar un crecimiento del alma, el áristos heraclitiano, la aristocracia de rango espiritual. Y así, Áristos, se llama el libro que Fowles editó en 1965 y ahora reedita El Aleph junto con gran parte de la obra de su autor.
En su prólogo a la edición
de 1968, cuando El Mago ha confirmado el talento narrativo de Fowles y ha vuelto más controvertido aún el alcance de sus ideas, el autor rubrica sus honestas intenciones, asume la presunta ingenuidad de su tarea y advierte de los peligros de una doble mala interpretación, ya no sólo narrativa, sino también filosófica, al haber sido el Heráclito que toma como guía para su visión del mundo el estandarte de los peores exégetas de Nietzsche o de un Spengler inapelablemente reaccionario. Sin embargo, no es en una defensa retrospectiva donde hay que situar las intenciones del libro, sino en sus criterios seminales, una acertada reinterpretación de los presocráticos, que unido a ese indeleble character que el áristos encierra, un símil del ideal caballeresco que han corrompido los siglos, pudo haber sido el cenit de una posmodernidad que, siempre descreída, ha evitado una idea de élite al tiempo que se volvía hermética, o ha sucumbido a la cultura de masas y al simulacro cuando creía estar jugando con ellos. Es Áristos, en definitiva, un verdadero intento filosófico más allá del ensayo que podíamos esperar de un novelista, o de la plasmación poética de un tanteo intelectual, aunque no es de extrañar que sus mayores logros se alcancen cuando Fowles describe el papel del artista en la sociedad actual o entrevé el futuro del arte.
Quizá no sea Áristos una lectura obligada, pero es, desde luego, una experiencia estimulante que nos devuelve a la presunta validez de lo que quizá sea una paradoja o quizá no: "Áristos para mí es como diez mil con tal de que sea el mejor" (Heráclito, fragmento 49). Y así seguiremos preguntándonos por los límites de la razón y el libre albedrío en una selva de Técnica, Capitalismo y Burocracia.
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