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Crítica:ESTRENO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Vidas de provincia

Basada en una novela de la extraordinaria Natalia Ginzburg, convenientemente trasladada hasta la posguerra española, Las voces de la noche es un terso, evocador y riguroso drama provinciano, un nuevo, gran paso adelante de Salvador García Ruiz hacia la obtención de un lenguaje propio, del cual ya era buena prueba su filme anterior, El otro barrio. Es eso justamente lo que más llama la atención en esta película de registro clásico: el cuidado, el gusto del realizador por la composición del encuadre; la elegancia con que su cámara se mueve, cuando lo necesita, por un espacio que es siempre mucho más que el contenedor de la acción para convertirse, literalmente, en otro personaje del drama.

LAS VOCES DE LA NOCHE

Dirección: Salvador García Ruiz. Intérpretes: Tristán Ulloa, Laia Marull, Vicky Peña, Juli Mira, Paloma Paso Jardiel, Ramón Madaula, Emma Vilarasau. Género: drama histórico. España, 2003. Duración: 100 minutos.

Más información
Laia Marull sufre un amor clandestino

Pero no sólo de estilo hay que hablar en un filme como éste. De hecho, también resalta, y cómo, la inteligencia de la adaptación, la forma en que García Ruiz ha sabido extraer de ella toda una filosofía de vida angustiosa, sofocante: el chismorrerío, las convenciones sociales a que tan apegada se siente siempre la pequeña burguesía de provincias; pero también el retrato de una familia final de raza, con herederos (Ulloa, Madaula) poseídos por un hastío vital entre conformista y banalmente plácido. El personaje de Ulloa, sobre todo, que parece recién salido de una novela de Turguénev, un amante dubitativo, siempre por debajo del deseo de su enamorada (Marull), es el perfecto espejo en el que se refleja una sociedad acomplejada, que tiene que hacer todo a escondidas, incapaz de afrontar las consecuencias de sus deseos... si es que éstos existen.

Ese retrato -siempre sugerido, jamás subrayado de más- de dos amantes sumergidos en una áspera, desilusionada España se presenta con notables credenciales técnicas, desde la espléndida fotografía (Teo Delgado) hasta la dirección artística (cortesía de Mónica Bernuy y Federico García Cambero). Pero será recordado sobre todo por la inflexibilidad con que su creador ha sabido culminarlo, por el espléndido regusto clásico de sus hechuras, por algunos hallazgos formales, desde la forma de contar las evocaciones temporales a la estructura de cajas chinas con que nos muestra todos los recovecos de la trama, que la hacen una recomendación segura para espectadores no poseídos por la prisa ni desquiciados por las naderías del cine al uso.

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