Putin, sus boyardos y el deseo del ciempiés
La composición de la Duma tras las últimas elecciones rusas ha convertido el Parlamento en una Cámara de Notables que, por si aún faltaba alguna prueba, desenmascara como tal el único centro real de poder: la figura señera del presidente Putin y su tentacular Administración presidencial, esa numerosa cáfila de incondicionales chekistas que ahora dirige el patriota Vitaly Nezarov. Quizá se argüirá que, con la hiperpresidencialista Constitución o Carta otorgada por Yeltsin tras el golpe de Estado de 1993, el país ya estaba abocado a caer en parecido desastre. Mas la deriva personalista y voraz del actual inquilino del Kremlin dista mucho de la manifestada por aquel beodo fanfarrón, atento a administrar la rapiña de los grupos oligárquicos y a prepararse un suculento retiro. Más grave: la percepción de cuanto ahora sucede comienza a calar en una población apática que, como en época soviética, consuela con bromas las esperanzas frustradas y la impotencia de los débiles. Así, la revista mensual Sovershenno Sekretno, de notable difusión como híbrido de artículos de calidad y concesiones al sensacionalismo, publica en su portada de enero una caricatura del acaparador Vladímir. Nuestro hombre, al dirigirse a la nación, aparece travestido con el sesgo y silvanas cejas de Brezhnev, y su pechera reluce de chatarra leninista. No falta el fatídico saludo a los espectadores como "queridos camaradas". ¿Qué discurso elabora el régimen para justificar esta mutación?
El primero, la alusión a la "estabilidad". No es otra la piedra angular de la cantinela putiniana. Esta argucia -que, como el marbete "patriótico" y "nacionalista", arropará siempre a indeseables y logreros- recalca la dificultad de la travesía y la necesidad de no mudar de capitán ni de tripulación; si la singladura es afortunada, la eficacia de la admonición se patentiza; si no lo es, mejor encarar el temporal con quienes ya están avezados en el aparejo del buque, y conocen las sirtes y bajíos de la historia. El segundo pilar ideológico es el pragmatismo mostrado en la gestión económica. Putin insiste, como si se tratara de un logro indiscutible, en que en el 2003 Rusia se ha convertido en la primera potencia extractora y exportadora de petróleo. Se calla, por supuesto, que con ello el carácter "rentista" de la economía del país se ve robustecido a costa de la inversión productiva en casi todas las áreas -a empezar por la atrasada agricultura- y de la creación de los fundamentos para el difícil tránsito a una lejana sociedad posindustrial. De igual modo, silencia que esta bonanza acontece cuando el precio del barril de petróleo se sitúa sobre los 30 dólares. ¿Qué previsiones cabe columbrar para cuando, entre otros factores, el crudo iraquí rebaje el precio hasta esos 15 dólares previstos por los más prudentes analistas?
Como, por ahora, pensiones y salarios se pueden pagar con relativa puntualidad, gracias al voceado aumento de un 6,6%-6,9% en el PIB, el contraste con el letal caos yeltsiniano y, no menos, el flamante cinturón negro del yudoca peterburgués, se proyectan sobre el "Partido del Poder" para conseguir que, con 22,5 millones de dudosos votos (de un total de 108 millones), se haya configurado una Cámara a todos los efectos monocolor. Desde bufones patentados como Zhirinovsky hasta desechos soviéticos para todo uso como A. Volsky, los yedinorrosy (miembros de Rusia Unida) y sus aliados copan el anfiteatro y presiden las 29 comisiones parlamentarias. También -caso para el que quizá deberíamos remontarnos a la monarquía danubiana- blasonan todos de lealtad (loyalnost') a Putin, como santo y seña que nimba a tantos esforzados trabajadores del fraude. Mas no crea el lector que la precedente Duma cumplía los cometidos supuestos a tal institución. Baste con recordar, como palmario modelo de su proceder, que en tema tan crucial como la discusión del presupuesto, los diputados no hicieron en el 2003 ni una sola sugerencia tras examinar el texto enviado por Putin desde el Kremlin. ¿Se tratará de una especificidad rusa? El historiador Vladímir Ryzhkov (Argumenty i fakti, 2-1-2004) es contundente al respecto. Lo sucedido -argumenta- "significa lisa y llanamente que el Parlamento, en cuanto rama de poder independiente y pensante, ha pasado a mejor vida". Así, tras 10 años desde el renacimiento en Rusia de la democracia representativa, pueden hacerse insospechados paralelos entre la III y la IV Duma zarista y postsoviética: en ambas predominaban los "partidos leales". Ryzhkov relaciona ese fracaso con la supuesta invariante de la sociedad rusa. El votante no entiende para qué se precisa la división de poderes y, por extensión, un Parlamento, pues sólo un 9% de la población abriga ideales democráticos. En la concepción rusa, la mano dura de una sola instancia (zar, secretario general, presidente) bastaría y sobraría para ordenar la comunidad y mantener el orden. Cierto, el poso de la milenaria Ortodoxia no dista de tal concepción, mas el estudioso occidental no puede por menos que interrogarse sobre la intelección de la "división de poderes" y la callada nostalgia de la fuerza que se transparenta en el votante medio de nuestras comunidades. Es harto peligroso tomar el "alma rusa" como límite de la reflexión porque sólo nos moveremos entre mitos. Mientras tanto, Putin puede seguir instalado en el tradicional paradigma como "servidor del Estado" (en vez de la sociedad), en palabras del sociólogo I. Kliamkin, y acumular desde ahí cuantos servidores guste para multiplicar su poder.
Mas, ay, es doctrina recibida, allí donde se cumple el deseo, es también en donde, agazapado, acecha el peligro. Los rumores sobre el general boicot a las próximas elecciones no se hicieron esperar; y la prensa rusa de las últimas semanas se preguntaba con preocupación cómo convencer a un contrincante serio para que compitiera con Putin en las presidenciales del 14 de marzo. Y es que un presidente asegurado a priori con el 100% de los votos sería, en sus palabras, una farsa; en las mías, un mero desvelamiento. Y, además, urge movilizar ("politizar") a la población, con lo que se agitan espantajos como la dimisión del Gobierno de Kasyanov, el juicio contra Jodorkovsky o mil nebulosas maniobras oligárquicas que pudieran servir como tónicos electorales. Putin, que, por talante y formación, atiende a informaciones más reservadas y serias, teme que los 22,5 millones (15% del total) no se conviertan en los 27 millones necesarios para una victoria en la primera vuelta si concurre como candidato del Partido del Poder. Éste ya sufrió una derrota en febrero de 2003, cuando su contendiente para la elección de gobernador de Magadán fracasó pese a todo el apoyo del Kremlin. De ahí la paradoja, que de paso aquilata el aprecio en que se tiene a la Duma y a Rusia Unida, cuyo lema reza "Somos el partido del presidente". Putin prescinde sin ambages de todos ellos y opta por el engorroso trámite de concurrir como candidato independiente: lo permite la Constitución siempre y cuando se presenten en determinado plazo dos millones de firmas y no quede ninguna circunscripción sin haber estampado un número mínimo. De modo que, para propios y extraños, ¿no se despeña a la sucia poza del embuste la carcomida fachada del parlamentarismo ruso? Y, como los demás contendientes (de haberlos), han de pasar por idénticas horcas caudinas sin la formidable ayuda del aparato estatal, ¿no se arriesga otra vez Putin a quedarse solo ante el electorado en ese bisel peligroso que separa el fervor populista del silenciado ridículo que en otros predios equivale a condena y postergación? Cabe, por supuesto, la fabricación de una Nonada in extremis, pero mal encaja tal eventualidad con el carisma de ese presidente populista y un punto patriarcal que Putin desea trabajarse.
El poder, coligió con plasticidad Thomas Hobbes, se asemeja a un puñado de hielo que mantuviéramos sobre la palma de la mano. Como vemos que a cada instante se licúa y mengua, sin cesar reclamaremos mayor provisión. De ahí lo insaciable y obsesivo de tal deseo. Las circunstancias que, por complejísimas veredas, han enmarañado en Rusia el aplauso de la población manipulada, el dominio sobre los medios de comunicación, el Parlamento reducido a la nada del aplauso, y la ausencia de contrincantes que den sentido a la ya preparada tramoya, encierra un riesgo mortal. Todo junto puede desembocar en el fracaso, como resultante inequívoca de un exceso de poder cuando las condiciones no lo permitían. Como regla general, no son las condiciones frágiles las que mejor lo soportan, porque monopolizar el poder equivale a monopolizar una ingente y quebradiza responsabilidad. El pie sobre cien baldosas señala la posesión del fuerte; mas ¿acaso vibra tal pie ante los mensajes comunitarios? Entonces, el recio tiempo se levantará sobre un escenario anquilosado y letífero: un nuevo estancamiento, un nuevo zastoi brezhneviano. Chechenia, la criminal degradación de la sociedad, la corrupción omnipresente, la tercermundización del país, la fuga de capitales y el fin de la bonanza petrolera al perfilarse otro contexto intenacional: he ahí otros tantos factores que se harán cargo del resto.
Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por Cambridge. Ha estudiado Filología Eslava en Cambridge y Moscú.
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