Delirio y depresión
El mando a distancia me lleva a la reposición de un programa sobre delirios mentales en un canal autonómico. El periodista Xavier Montanyà entrevista al psiquiatra Castilla del Pino. Cuando ciertos sujetos delirantes se curan, dice, les quitas su identidad y, al descubrir que no son lo que creían ser, entran en una profunda depresión. Para sacarles de la depresión se les receta antidepresivos, que, a su vez, pueden provocar nuevos delirios. Sin ánimo de frivolizar, hay cierto paralelismo con la vida del telespectador: a veces nos obligan a elegir entre delirio y depresión.
San Bart
En Los Simpson (la joya de Antena 3) la familia acude a un espectáculo musical en el que una enérgica troupe interpreta una melodía ambientada en una lujosa clínica de desintoxicación. El solista gesticula, abre los brazos y, rodeado de enfermeras, canta las excelencias del centro de rehabilitación Betty Ford mientras promete cumplir el tratamiento a rajatabla. Al final, Bart y su madre aplauden y el chico, entusiasmado, le dice: "De mayor quiero desintoxicarme en la clínica Betty Ford". Es curioso: con la cantidad de niños y adolescentes que hay en las series de ficción, ninguno consigue ser tan verosímil como Bart Simpson.
Desahogo
Escribir sobre televisión crea malentendidos. Si te toman por especialista y te invitan a simposios y jornadas, mejor declinar educadamente la oferta: podrían descubrir que eres un simple espectador de los que bostezan, despotrican y se rascan. Escribir sobre televisión tiene ventajas: no hay que llevar corbata y te pagan por ver, entre otras cosas, el delirante y depresivo comunicado de ETA y algunas de las posteriores reacciones políticas. Juan Cueto, renovador de esta privilegiada forma de desahogo literario, lo dejó escrito: "Porque, digámoslo ya, la misión de la crítica de televisión sólo consiste en contar a la buena de Dios, sin más método que la manía y sin más ciencia que el capricho, por qué hay programas que dan bien y otros que dan mal, por qué hay tipos que pasan pantalla y otros que rebotan, por qué odias ciertas imágenes y te enamoras de otras. Y para eso, la verdad, sobran alforjas metodológicas, didácticas, científicas, moralizantes, gremiales, profesionales. Lo nuestro lo puede hacer cualquiera. De ahí que ni sea género ni sea oficio".
Solidaridad
Otro mosquetero de este desquiciado gremio del comentario televisivo, Víctor M. Amela, montó un pollo en el programa de radio La ventana (cadena SER) al desvelar el final de la novela El código Da Vinci. Lejos de amedrentarse ante las críticas de los lectores, Amela desenfundó su afilado florete dialéctico y contó dos finales más. Me solidarizo con él. Para aquellos que no soportan que se cuente el final de las historias, ahí va esa exclusiva: la vida termina mal y, salvo rarísimos casos de inmortalidad, todos acabamos en el cementerio.
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