Fútbol atómico
Me van a permitir, que en una semana marcada por los chuzos, empiece situando esta columna en una especie de fuera de juego. En el exterior de la zona de vertidos tóxico-políticos, sobre un césped tierno y cuidado como de campo de fútbol. En la banda izquierda, que es por donde Zinedine Zidane suele subir hasta los goles. No soy una experta en la materia, pero distingo perfectamente entre Zidane y Bush. Me pongo delante de las jugadas de ambos, como si fueran viñetas de ésas que en las revistas de pasatiempos sirven para ejercitar la agudeza visual, y puedo señalar bastantes diferencias.
Para mi ejercicio de comparaciones voy a acudir a dos ejemplos que han dado, hace muy poco, la vuelta al mundo informativo. En el primero, Zidane controla el balón, hace una ruleta perfecta y dispara limpiamente. En el segundo y casi simultáneo, Bush, que ya ha disparado a diestro y siniestro en Irak, trata de quitarse la pelota-muerto de encima de la manera menos limpia posible. Esto es, a zancadillas y codazos con sus propios colaboradores, afirmando que los servicios de inteligencia americanos le informaron mal sobre las armas de destrucción masiva. Y a golpes de cinismo con el resto de la humanidad: es posible que durante la guerra Sadam Husein destruyera, escondiera o trasladara a otro país las armas de destrucción masiva (sólo le falta decir que también pudo habérselas tragado y que por eso le inventariaron la boca ante las cámaras en el momento de su detención).
Pero hay más diferencias sustanciales entre estos dos jugadores. Zidane demuestra con el balón que en el cielo del fútbol hay planetas, satélites, agujeros negros, polvo de brillo, pero también estrellas verdaderas. Por eso es galáctico, porque dibuja un universo completo y constelado. George Bush es simplemente atómico. Mueve con los pies y sin ninguna gracia la pelota nuclear, la bomba en su imagen más convencional: una bola negra de la que sale una mecha con estrellitas en la punta. Aquí ver las estrellas tiene un sentido muy distinto. Los puntos de luz son sólo impactos y metáfora de desolación.
Además, Zinedine Zidane es singular e inimitable, mientras que el presidente norteamericano se complace en la pluralidad, en su condición de molde del que salen figuras casi idénticas. Volviendo a los ejercicios de agudeza visual del principio, ¿cuántas diferencias surgen de comparar la viñeta de Aznar y la de Bush?
Y he dejado para el final la que es probablemente la primera distinción, la más significativa. Zidane necesita de espectadores lúcidos y formados. Por eso los busca y los respeta con jugadas como la descrita más arriba. Sabe que sólo un público entendido puede leer correctamente sus movimientos, apreciar la calidad, la excelencia de su juego. La cultura del fútbol es la garantía del éxito de Zidane, diría incluso que de su propia existencia como figura. Bush y sus clones se mueven en la hipótesis contraria. Necesitan espectadores sin defensas ni portero; aspiran a un público que se deje meter, dócilmente, un gol tras otro. La desinformación, el desinterés democrático, la claudicación crítica, la incultura política son sus bazas.
Vuelvo ahora al terreno de juego electoral, a los chuzos, al empeño de algunos en convertir la campaña en una zona de vertidos tóxicos. Porque todo se reduce finalmente a algo tan simple como distinguir con claridad entre los políticos que creen que somos listos, o por lo menos que incluyen entre sus premisas de trabajo la posibilidad de que lo seamos, y los otros, los políticos atómicos que nos tratan como si fuéramos tontos, o peor, que tratan de que seamos tontos para poder ganar por goleada. Para meternos el gol de Irak o del comunicado de ETA o de la apropiación institucional (entro y salgo del Congreso de los Diputados, de las comisiones de investigación, de las explicaciones cuando y como me parece) con nuestra portería sin guardar y además de penalti.
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