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Columna
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El pelo

Desde Eisenhower, no ha habido en Estados Unidos un presidente calvo, y a quien mostró entradas pronunciadas le fue también bastante mal. Ford o Carter son ejemplos de líderes norteamericanos que ensombrecieron al país y sólo la llegada del melenudo Ronald Reagan enderezó la marcha de las cosas. John Kennedy no disfrutaría de su larga y mítica veneración sin la espectacular onda en el flequillo, y Che Guevara, en su estilo, lo mismo.

Una de las enormes ventajas de un cabeza tupida es que no obliga a cortar las fotografías de los carteles electorales por la parte de arriba, con los deplorables efectos para el candidato. El lema del cartel socialista no está ni bien ni mal, pero parece fatal que hayan seccionado un tercio de la cabeza. Rajoy, por el contrario, aparece entero más una holgura alrededor. Almunia perdió su oportunidad por ser demasiado calvo y Felipe González, sin embargo, ha pervivido por la razón opuesta. Igualmente, John Kerry, en Estados Unidos, desafía ventajosamente a Bush con su pelambrera; Dean no tenía nada que hacer.

El mismo Aznar. Pese a continuar con la pesada lacra de la bufandita granate o incluso con la bufandota beis, ha continuado vigoroso en su mandato. Rato fue desbancado por Rajoy y no hace falta decir por qué. Los calvos dan mal en las fotos, en los vídeos, y la vida política se desarrolla sobre estos planos. Ni a Schröder o a Blair han conseguido desbancarlos sus errores debido a la fuerza emblemática del pelo. Inversamente, Carod Rovira ha sucumbido pronto no sólo ya por sus tristes chaquetas de punto, sino por la calvicie. Maragall, con estampa de guerrero de testa flamígera sobrevive a la tempestad. El pelo es hoy crucial. Romano Prodi mantiene la presidencia de la UE y Gallardón sigue gobernando gracias a la garra de astracán que va desde el hueso frontal al occipital y de un parietal al otro. Contra Rajoy atentan sus ominosas chaquetas parduscas, las corbatas agrias y hasta el rastro de una deficiencia en el aseo, pero se defiende a través del peinado. El verdadero ataque al rival deberá centrarse, pues, sobre la depilación o, en su defecto, mediante profusos injertos propios una vez que las ideas han sufrido la máxima rasuración.

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