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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Grabados con aura

Maestros de la invención de la colección Edmond de Rothschild del Museo del Louvre reúne 84 obras maestras del grabado de cuatro siglos, desde el XV hasta el XIX, entre cuyos autores se encuentran Pisanello, Pollaiuolo, Mantegna, Altdorfer, Schongauer, Durero, Brueghel, Rafael, Lorena, Rembrandt, Ruysdael, Van Dyck, David, etcétera. Siendo responsable de la muestra Pascal Torres, conservador de la Calcografía del Museo del Louvre, además de la propia Colección Edmond de Rothschild, el recorrido de la exposición está cronológicamente dividido en media docena de apartados: 1. Incunables; 2. El Renacimiento en Europa; 3. Europa barroca; 4. Rembrandt; 5. El siglo XVIII; 6. La Revolución Francesa.

MAESTROS DE LA INVENCIÓN DE LA COLECCIÓN EDMOND DE ROTHSCHILD DEL MUSEO DEL LOUVRE

Fundación Juan March

Castelló, 77. Madrid

Hasta el 30 de mayo

Con tan sólo los datos aportados, no hace falta ser un experto para percatarse de que nos encontramos con un acontecimiento excepcional, no sólo por el hecho de que no es precisamente habitual que una colección de esta envergadura, y que nunca antes había salido del Museo del Louvre, pueda ser vista en nuestro país, sino, al margen ya de razones museográficas y funcionales, por su contenido en sí, que consta de una abrumadora sucesión de auténticas obras maestras del grabado del arte moderno occidental. ¿Qué más se puede decir al respecto, sobre todo, cuando vivimos retóricamente inmersos en el diario anuncio de exposiciones o actividades artísticas aparentemente siempre importantes por igual? ¿Qué añadir, en efecto, cuando tiene lugar algo que verdaderamente lo es? ¿Remarcar que su importancia es, es este caso, excepcional?. Francamente no creo que la multiplicación y el énfasis de los adjetivos produzcan, a estas alturas, una especial impresión en un público aturdido por tanto reclamo indiscriminado, por lo que más nos vale limitarnos casi a la mera información.

Lo que ahora se nos ofrece es una prodigiosa síntesis de la historia del grabado occidental desde sus orígenes hasta el umbral de nuestra era, a la que Walter Benjamin denominó de "la reproductibilidad técnica"; esto es: la era, diríamos, de "copia global", en la que lo maquinal lo hace prácticamente todo, calidad y cantidad, en la fabricación de la imagen. No era así, sin embargo, antes de nuestra época, no sólo por las infinitamente mayores limitaciones técnicas, sino porque, gracias a ellas, la imagen reproducida conservaba el aura del temblor de la mano, la magia del dibujo desnudo, una línea directa con el pensamiento, con la escalofriante invención. Para comprobarlo, no hace falta remontarse a los míticos incunables, con sus toscas estampaciones de rústicas y entrañables imágenes devocionales alemanas, sino emplazarse justo cuando, en el corazón del siglo XV italiano, el puro primer Renacimiento, la mente quiso que la mano transmitiera la suficiente firmeza al buril para grabar los surcos de lo nunca visto hasta entonces, todos los detalles de la realidad a la luz de una nueva emoción existencial; o sea: por ejemplo, el joven escriba sentado, de Finiguerra; la mujer de perfil doble, con su tocado en forma de mitra, de Pisanello; la amorosa Virgen acuclillada, entre las arracimadas arrugas de su túnica, de Mantegna, y, sobre todo, la apoteosis lacerante de hermosos jóvenes desnudos acuchillándose, de Pollaiuolo, todo lo cual nos trasmite el melancólico sentimiento de que, apenas alguien había cogido el cálamo con decisión, ya estaba, como quien dice, todo contado.

Pero ¿acaso no es esa misma me-

lancolía precisamente la fuente de una nueva ebriedad: la de escarbar por entre lo que ha escondido la rotundidad de los trazos diáfanos? En esa tarea al límite de lo imposible está, en primer término, Durero, con su vena gótica pulsada a compás, que ciertamente fija los perfiles de dioses, héroes y santos a la manera de atletas griegos soñados, pero, sobre todo, que dota a los rostros de sus anónimos contemporáneos con la hondura de esa profunda sima que es el alma moderna, sin que ello distraiga su ávida curiosidad por los exóticos atavíos de unas mujeres de Frisia. Y aún más a fondo si cabe: ahí aparece también Rembrandt, con su inaudito apetito por rebuscar la rebaba negra de la luz, que golpea por doquier, porque ensombrece las miradas, se adensa en la intimidad de apartados rincones, restalla como un vendaval entre los árboles y convierte todo el universo en una frágil y aterradora fantasmagoría. Que estos inquietantes entresijos aún tuvieran un hueco en los jardines de Watteau, el último preludio negro para el resplandeciente festín carnal de la pintura galante, no quita su inesperada nueva irrupción de la mano del jacobino David, que, apoyado en un balcón, no le tembló el pulso para dar el testimonio visual de la reina María Antonieta en el patíbulo, sentada de perfil, con las manos atadas a la espalda y los cabellos recién cortados para no estorbar la acción fatal de la guillotina. Tras este sangriento espasmo revolucionario, no sólo cayó el Antiguo Régimen, sino también la forma de cortar las estampas, que, en lo sucesivo, lo harían de una manera más técnicamente eficaz, pero, quizá, sin que lo así reproducido dejara ya notar el temblor del pulso, la ansiedad del asombro, la memoria del arte, ya consagrado al futuro. Todo esto y mucho más es lo que se relata en esta exposición de los "maestros de la invención".

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