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Columna
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Recriminaciones peligrosas

Emilio Ontiveros

La carta que ha dirigido el presidente del Gobierno español al de turno de la UE, a la cabeza de otros cinco primeros ministros europeos (Italia, Portugal, Holanda, Polonia y Estonia), es el último de los exponentes de esos intentos por hacer de nuestro país el principal adalid de una suerte de ortodoxia económica comunitaria de consecuencias cuestionables para el conjunto de la Unión, y mucho más para una economía como la española. En dos ámbitos se concretan las advertencias de esa misiva: el del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) y el de la denominada Agenda de Lisboa. Los destinatarios de las recriminaciones no son otros que Alemania y Francia, con déficit públicos superiores al umbral del 3% del PIB y, en consecuencia, responsables de la suspensión, el pasado noviembre, del procedimiento sancionador del PEC, decidida mayoritariamente por el Ecofin.

La carta en cuestión perturba el proceso abierto por la propia Comisión, en la doble dirección de consultas al Tribunal de Estrasburgo acerca de la validez legal de esa suspensión, por un lado, y por otra, de reforma del propio PEC. Esta última, de todo punto necesaria para hacer de ese necesario código de conducta fiscal algo, en primer lugar, susceptible de ser cumplido y, no menos importante, de compatibilizarlo con el segundo de sus denominadores, el crecimiento de las economías de la eurozona. La incorporación de criterios de sostenimiento de las finanzas públicas adicionales al déficit, como la relación entre la deuda y el PIB, la particularización de su seguimiento en función de la posición cíclica de las economías o de las necesidades de inversión pública, forman parte de las numerosas sugerencias que académicos y políticos han formulado para el perfeccionamiento y , sobre todo, para la viabilidad de ese pacto. Un acuerdo, conviene recordar, que, lejos de ser un fin en sí mismo, constituye un medio para que el crecimiento económico sea sostenible.

Es la agenda de Lisboa la que define precisamente un fin concreto, legitimador de toda la política comunitaria y de las correspondientes políticas nacionales: hacer de Europa la economía más próspera y competitiva del mundo en 2010, elevando la renta por habitante hasta acercarla al nivel estadounidense (hoy más de un 30% por encima del promedio comunitario), a través del aumento del empleo y de la mayor productividad por empleado. Para ello, la inversión, pública y privada, y muy especialmente la particularizada en las tecnologías de la información, así como el gasto en I+D, se consideran cruciales. Anteponer restricciones presupuestarias irracionales a las exigencias de fortalecimiento de la base de capital físico, tecnológico y humano es contribuir a que el crecimiento económico y del empleo en Europa siga siendo el más pobre de la OCDE. Pero sugerirlo desde España es tirar piedras a nuestro propio tejado.

Nuestro país está lejos de aproximarse a los distintos objetivos intermedios que se definieron en Lisboa. Con los últimos datos de la Comisión, nuestra renta por habitante es el 86% del promedio europeo, la tasa de empleo no llega al 60%, la productividad por empleado es inferior al 90% del correspondiente promedio y el gasto en I+D, en el que tanto insistimos en la Cumbre de Barcelona, apenas alcanza el 1% del PIB, la mitad de la muy pobre media europea.

¿Son estas credenciales suficientes para encabezar las recriminaciones a los demás? ¿Justifican esas carencias la exhibición de un equilibrio presupuestario, como objetivo último y casi único de la política económica, cuando los mercados financieros no penalizan precisamente a economías como la estadounidense, con déficit fiscales próximos al 5%? ¿Es conciliable el mantenimiento del stock de capital tecnológico más bajo de Europa con la recepción de las más cuantiosas transferencias comunitarias? ¿Estamos en la mejor disposición de negociar el mantenimiento, al menos parte, de esas transferencias en el próximo horizonte de perspectivas financieras con una UE de 25?

Son cuestiones que no sólo los ciudadanos de los países recriminados en esa carta pueden llegar a plantearse, sino los propios españoles que resistan la tentación de creer que reclamar la ortodoxia es equivalente a maximizar el bienestar.

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