Las analogías de Trillo
Hace muchos años, en una cafetería de Valencia, un camarada y yo fuimos testigos de una escena insólita. Era una de esas interminables tardes de domingo, cuando ya oscurece, uno de esos momentos tristes y aburridos que tanto se asemejan al infierno, al decir de Cioran. Hablábamos de cosas sin importancia, de las trivialidades a que se entregan dos viejos conocidos, de los pequeños asuntos que son comunes y que, por ejemplo, forman parte de los sobreentendidos de la amistad. Ganados por el tedio, estábamos a punto de dejarlo, de regresar a casa, cuando de repente algo nos sobresaltó. Un camarero resguardado tras la caja registradora comenzó a dar voces. "Eh, oiga, tome esto, que es suyo", bramaba contra alguien. ¿Contra quién? Se trataba de un cliente que, habiendo recogido sus atavíos y habiendo abonado su consumición, se disponía a abandonar el local. Por la cara que puso adivinamos su sorpresa, su desconcierto, pero lo que, tal vez, el parroquiano no sospechaba era lo que inmediatamente sucedió. El barman, colérico, le lanzó de canto una moneda a ese cliente, exactamente una rubia, una peseta. No pudimos apreciar si llegó a su destino, si dio en alguna parte de su anatomía. Nunca pudimos averiguarlo. Lo que siguió nos pareció un ejemplo de conducta digna. Estupefacto, airado, sintiendo un lógico agravio, el cliente regresó con determinación a la caja, y a otro camarero que estaba en el lugar de los hechos le exigió el libro de reclamaciones para así dejar constancia de la agresión de que había sido objeto, esa lapidación metálica. Nunca supimos qué había originado aquella embestida, pero mi amigo y yo, ya divertidos con el espectáculo que se nos ofrecía, aventuramos lo que bien pudo ser la escena precedente. El cliente había dejado sin recoger esa peseta que vino en el platillo de las vueltas no con el fin de ultrajar al barman con una propina tan mezquina, sino por vergüenza. No queriendo ser tachado de avaro acabó ofendiendo al camarero, que en un arranque de ira le devolvía lo que era suyo y lo que había interpretado como una afrenta.
Si aceptamos la analogía de este relato real con la anécdota chocarrera de Trillo-Figueroa ocurrida en Alicante (ya saben: la entrega de un euro a una periodista inquisitiva de la Ser que le interrogaba sobre la guerra de Irak), deberíamos preguntarnos qué tienen de semejantes y qué tienen de diferentes, quiénes interpretan los papeles del barman y del cliente. En el caso de que a la reportera Sonia Martín le atribuyamos la función del camarero, entonces cuál debería haber sido su respuesta; en el caso de que su papel sea el del parroquiano, entonces cuál debería haber sido su actitud.
El "no toca" de Pujol o las innumerables ruedas de prensa sin preguntas o sin repreguntas que hoy proliferan son formas distintas de proceder, pero todas ellas son ejemplo de malos modos, de actitudes jactanciosas, de conductas engreídas que adoptan algunos políticos cuando se adueñan del espacio y de la representación del poder. La pregunta, sin embargo, va más allá de esos actos y ha de plantearse al conjunto de la profesión periodística. ¿Por qué se aceptan esas condiciones? El euro de Trillo-Figueroa sobrepasa lo que hasta ahora habíamos visto, por zafiedad, por descortesía, por falta de educación, algo que creíamos impensable en alguien tan devoto, en alguien que se doctoró con Shakespeare. Pero no menos chocantes son las risas que se oyen, en la grabación de la Cadena Ser: cuando el ministro hace su gracia, cuando se consiente esa campechanía grosera, al menos algunos de los reporteros que cubren el acto se entregan a un ji, ji, ji y a un ja, ja, ja. Luego hay un silencio y Trillo-Figueroa se corrige: "uno no, diecisiete", añade refiriéndose al euro o, mejor, a los diecisiete euros que habrá de repartir por cada una de las diecisiete resoluciones de la ONU. Como no puede ser tan tosco, como además es portador de una cultura religiosa que le dan su veneración y fe, enseguida caigo en la parábola de las monedas que nos propone el ministro: Jeremías 32: 1-15.
Aceptemos esa analogía y exploremos su sentido. Es, si quieren, una conjetura algo alucinante, pero no improbable en un ministro del señor... Aznar. Trillo-Figueroa hace uso de la parábola bíblica que en ese libro se contiene. Recuerden: estamos en guerra, los caldeos ocupan Anatot y Jerusalén no tardará en caer. A pesar de los vaticinios y frente al pesimismo y la fatalidad, Jeremías se dispone a adquirir un terreno que le ofrece su primo Hanameel. Éste, muy avispado, muy astuto, quiere cerrar pronto la operación, justamente porque desea desprenderse de algo que pronto ya no valdrá nada. Lejos de rechazarla, Jeremías acepta: "El Señor se dirigió a mí, y me dijo: Mira, tu primo Hanameel, el hijo de tu tío Salum, va a venir a proponerte que le compres un terreno que tiene en Anatot, pues tú tienes el derecho de comprarlo por ser el pariente más cercano. Tal como el Señor me lo dijo, mi primo Hanameel vino a verme al patio de la guardia y me pidió que le comprara el campo que tenía en Anatot, en territorio de la tribu de Benjamín, porque yo tenía el derecho de comprarlo y quedarme con él, por ser el pariente más cercano. Al darme cuenta de que aquello era una orden del Señor, le compré el campo a mi primo Hanameel. Le entregué diecisiete monedas de plata, que fue el precio convenido, y puse el contrato por escrito, sellado y firmado por los testigos". ¿Qué lección se extrae de este apólogo? La esperanza va en contra de la opinión pública y de las evidencias. Por eso, lo que orientó a Jeremías a la hora de comprar el terreno no fueron el buen juicio, el sentido común o la sensatez de lo que se avecinaba, sino la palabra de Dios, exactamente la palabra de Dios, de su Dios.
¿Con qué analogía nos quedamos para entender el comportamiento de Trillo-Figueroa? ¿Con la del barman y el cliente, o con la de Jeremías y Hanameel? ¿Y los periodistas quiénes son, los caldeos, los hebreos? En fin...
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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