La precariedad contra la precariedad
Las empresas de cobro telefónico a morosos son la cuadratura del círculo. Trabajadores con contratos basura que persiguen a otros que no llegan a fin de mes
Su trabajo consiste en sentarse frente a un ordenador un día tras otro y perseguir por teléfono durante ocho horas a gente que no puede pagar la luz o el colegio de sus hijos. A cambio recibe 700 euros al mes y un contrato de dos meses. Se llama Omar Román, tiene 28 años y es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Salamanca. No se queja. Es lo que hay.
A su lado está Carmen -"no ponga usted el apellido, por si acaso"-. Tiene 46 años, de los que 25 trabajó como empleada fija en un laboratorio farmacéutico. Hubo una fusión, un despido, una cola del paro, tantos lunes al sol que al final terminó cayendo en la depresión. Se recuperó como pudo y ahora trabaja en esta empresa de recobro telefónico y se tienta la ropa con tal de ir hilvanando contratos. Cobra lo mismo que Omar. Tampoco se queja.
Dos puestos más atrás está María del Carmen Rodríguez, venezolana de 34 años. Lleva cuatro meses trabajando aquí y ya ha aprendido todos los tonos de voz que tiene la mentira. "Yo creía", dice, "que en España la gente vivía con más desahogo; ¡si usted supiera la cantidad de gente que no puede pagar las letras del coche! Y no se puede imaginar los embustes que echan para intentar escabullirse". Ella tiene papeles. Y, por eso, tampoco se queja.
El caso de Andrés Salinas es diferente. No porque sea más joven -tiene 20 años- ni porque cobre algunos euros más -echa más horas extraordinaria-. La diferencia está en que Andrés es muy habilidoso escondiendo la esperanza. Los demás sueñan, y lo dicen, con conseguir un trabajo mejor. Él, en cambio, ya no cree en milagros. "Y sé", revela, "que por mi condición debería votar al PSOE, pero quiero que sigan los que están. ¿Para qué cambiar?".
Mientras los trabajadores hablan, el encargado pasea de un lado a otro, solícito y a la vez pendiente de todo. Una cámara, estratégicamente colgada del techo, domina todos los puestos. Por si algo se escapa al control, el jefe siempre puede pinchar las conversaciones que cada uno de los empleados mantiene con los morosos. "Escuche, escuche", invita al periodista ofreciéndole unos cascos, "es aquella posición la que está hablando". Al otro lado del teléfono, se oye la voz de un contestador grabado por una niña pequeña: "Mis padres no están, pero puedes dejar un mensaje". Y la voz de un operador que no tiene nombre ni apellido, sino cuatro números puestos uno detrás de otro, deja un mensaje que habla de deudas sin pagar, de plazos que se acaban, de mucha angustia muy cortésmente expresada. "Estamos aquí para servirle", dice la voz. Por 700 euros al mes y un contrato de dos meses.
En la sala hay un murmullo constante, monocorde. Nadie habla entre sí. Todos susurran al micrófono que llevan incorporado durante las ocho horas de su jornada. "No es un trabajo bonito", admite Andrés, "pero al menos es cómodo". "Se aprende mucho de la gente", dice Omar, "nada más llegar te das cuenta de que mucha gente vive por encima de sus posibilidades, comprándose coches que no puede pagar, con un afán de aparentar que les conduce inevitablemente a un callejón sin salida". Dice María del Carmen, la venezolana, que cuando peor se pasa son los sábados: "Los morosos suelen estar con sus familias, y se nos ponen muy nerviosos. Se puede decir que a los morosos no le gustan los sábados".
Unos y otros prefieren salirse del drama diario que presencian por el atajo del absurdo. "Una vez un sevillano", cuenta un supervisor, "nos llamó llorando, con ganas de matarnos. Al parecer, algún teleoperador se equivocó -porque eso no se debe hacer nunca- y le dijo a su mujer que el marido se había gastado no sé cuánto dinero en joyas. Joyas que, claro, ella no había llegado a ver nunca". Hablan, entre risas, de los que se declaran muertos y luego cogen el teléfono por equivocación, de lo fácil que son cobrar las deudas de los clubes de alterne, del buen ambiente que reina en la empresa. Dicen, ya más serios, que no hay conciencia de clase, que así es la vida, que mejor perseguir que ser perseguido. Y luego terminan reconociendo que ninguno de los que ellos persiguen son morosos profesionales, que casi todos son víctimas, unos de los contratos basura y otros de las ganas de aparentar.
A las puertas de la empresa, ya sin cámaras, un joven de 28 años que dice llamarse Víctor dice que no todo es tan bonito. Que él lleva ocho meses y que todavía se sujeta las tripas de vez en cuando. "Yo ya creía que me iba haciendo de piedra", se confía, "pero el jueves pasado se me saltaron las lágrimas. Serían las diez de la noche, estaba a punto de irme y el ordenador me indicó la próxima llamada. Me quedé de piedra cuando me di cuenta de que estaba marcando el número de mi vecino Paco, el del segundo, amigo mío y de mis hermanos, un hombre trabajador, sin suerte, que se compró una furgoneta para dar portes y que, según se ve, no es capaz de pagar".
Dice Víctor que se hizo el remolón hasta que dieron las diez y no hizo la llamada. Pero que cuando salió, sería por el cansancio o tal vez por la gripe, se le cayó el mundo encima. Se imaginó que el ordenador le señalaría un día su propio número de teléfono o el de su padre, que se convertiría él mismo en el objetivo de su cacería. "Me sentí fatal", se confiesa, "me di cuenta de que este trabajo reúne lo peor de la situación actual: gente que lo pasa mal persiguiendo a gente que lo pasa mal".
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