Severo
Señor Defensor del Madrileño:
Me llamo Severo, hoy es mi santo, soy charlatán ambulante y tengo tanto amor propio que me enamoré de mí mismo hace unos días. Un beso apasionado al espejo plasmó nuestro romance. Sobornamos a un cura intachable, le regalamos un peine y nos casó en secreto. Ahora estamos de luna de miel en mi casa de la calle Mayor. Próximamente celebraremos la ceremonia civil por todo lo alto. Pero mi esposa, que no es otra que mi alma inmortal, me salió rana. Si cojo a san Valentín le parto las piernas y las células madre. Es aquí donde solicito su intervención, don Gervasio.
Estos últimos días, ella me ha traído de la ceca a la meca, de Arco a la Pasarela Cibeles, de Cascorro a Chamberí, como la tuna y los políticos. No contenta con eso, la muy ladina ha alquilado los tres balcones de mi domicilio a una cadena de televisión australiana para retransmitir el paso de la comitiva en la boda de los príncipes de Asturias. Y todo ello, no por uno ni por dos, sino por 4.000 euros cada balcón (el paquete incluye callos a la madrileña, cultura, cacahuetes, vídeos de amor, un sacerdote, un chulo, una manola y, de regalo, tres sartenes y la biografía del oso y el madroño). Pero yo tengo talante eremítico, señor, y abomino de la turbamulta. No estoy dispuesto a aguantar a esa pécora hasta que la muerte nos ampare. Pido el divorcio, quiero volver a ser un desalmado solitario.
Ayúdeme, señor Defensor. Dispone de argumentos contundentes para esgrimir ante los jueces y masacrar de paso a los onanistas, que poseen un centro de formación en Alcalá de Henares, según se ha publicado esta semana. Quien se casa o cohabita consigo mismo, lo hace con alguien de su mismo sexo. Pero Madrid no es San Francisco; aquí no se permiten tamaños matrimonios. Sólo es honesto quien no se casa con nadie, mucho menos consigo mismo. Le invito a ver pasar la boda real desde mi balcón. Las condiciones las envío en sobre aparte. En esto hay que ser muy severo.
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