La mala suerte del balsero más ingenioso
A Luis Grass Rodríguez, nadie puede hacerle un cuento sobre las 90 millas de mar que separan su país del sur de Florida. Tampoco del drama cubano de las familias divididas, ni de la pérdida de la fe; menos aún de la mentira y los espejismos que jalonan el viaje La Habana-Miami. A sus 35 años ha vivido muy de cerca las grandes crisis migratorias que han sacudido la isla: en 1980, el éxodo de 125.000 cubanos por el puerto del Mariel, desde donde partió rumbo a Estados Unidos su tía Eugenia, hermana gemela de su madre; la avalancha de 35.000 balseros, 14 años después, cuando zarparon de su vida no pocos conocidos, y el último naufragio, éste personal, a bordo de un viejo camión Chevrolet 1951 que la necesidad y su ingenio transformaron en vehículo anfibio.
La gente no daba crédito a la balsa de Luis, fabricada con un Chevrolet, ruedas y una hélice acoplada, navegando a cinco nudos por el estrecho de Florida
La semana pasada, hastiado y al frente de tres familias, Grass cruzó otra vez el Estrecho con un nuevo coche balsa. Y lo volvieron a detener los guardacostas
Cuando, en julio del año pasado, el Servicio de Guardacostas de Estados Unidos difundió las imágenes del Chevy de Luis, con ruedas y una hélice acoplada, navegando a cinco nudos en el estrecho de Florida, la gente no daba crédito. Numerosos cubanos se han largado de su país en balsas de corcho inventadas, pero nunca se había visto en alta mar un artefacto semejante. Y él pensó que precisamente por ello, en caso de ser interceptado por barcos patrulleros norteamericanos, no sería repatriado.
Pero no fue así. El 17 de julio de 2003, exactamente 31 horas después de lanzarse al mar por la playa de Boca Ciega, Luis; su esposa, Isora, y el hijo de ambos, Ángel Luis, de cuatro años, eran "rescatados" por un guardacostas de EE UU. En el Chevrolet viajaban nueve personas más, todos familiares y vecinos del barrio habanero del Diezmero, donde nació Grass. Impotentes, los 12 contemplaron cómo el camión era hundido a cañonazos por el guardacostas, y días después regresaron rotos a sus casas.
Repatriación obligatoria
Según las leyes de EE UU, los balseros interceptados en el mar deben ser repatriados, pero aquellos que pisan tierra pueden quedarse y obtener al año la residencia. El día de su deportación, funcionarios norteamericanos explicaron a los camionautas que podían intentar una tercera vía, la de realizar los trámites legales para obtener un visado de emigrante.
Así lo hicieron. Y dos meses después, sí señor, tuvieron respuesta: negativa en todos los casos, excepto en el de Luis y un vecino, que fueron convocados a la Sección de Intereses de EE UU en La Habana. Allí, sin comprometerse a nada, un vicecónsul los citó para una segunda entrevista el próximo mes de abril. Pero Luis Grass decidió no esperar. Junto a sus amigos Marcial Basanta y Rafaelito, dueño de un Buick 1959, y sus respectivas familias -11 personas en total-, se tiraron de nuevo al mar la semana pasada tras convertir el automóvil en una espectacular fueraborda.
"Si éste fuera un país normal, yo nunca me iría. Pero aquí no te dejan progresar económicamente y encima quieren controlarte, convertirte en un robot", me dijo Luis en su casa de la calle del Pañuelo poco después de ser repatriado. Lo aclaró cien veces: "No soy político. Odio la política, de un lado y del otro". Sus palabras sonaban muy sinceras.
Hay historias personales que por su intensidad y simbolismo son más reveladoras de una realidad o de un país que un ensayo lleno de datos y opiniones autorizadas. La de Luis Grass es, sin duda, una de ellas... "Mi padre sigue siendo fidelista. Antes de 1959 trabajaba en un garaje, pero siempre apoyó la revolución. Peleó en Playa Girón , hizo la limpia del Escambray y militó en el Partido Comunista".
Su madre, Pilar Rodríguez, crió cinco hijos, Luis el menor de ellos. "Estaba muy unida a su tía, siempre la llamó 'mi media naranja'. Por eso, cuando su marido, que fue preso político, decidió marcharse por el Mariel con la familia, para mi mamá fue un golpe muy duro".
En la calle del Pañuelo y en otros lugares del Diezmero, Grass está considerado como un héroe. Durante los días que se realizó esta entrevista, en su casa, el pasado mes de diciembre -ya Luis preparaba en secreto el Buick-balsa-, sus vecinos no escondieron la admiración que le profesaban.
"Crecí en un hogar revolucionario. Mi padre siempre nos enseñó sus valores, pero sin extremismos". Luis dijo que no se le olvidará jamás aquel año trágico de 1980, el de los actos de repudio contra los que se iban del país. Tenía 12 años. "En mi casa no compartimos aquella barbaridad. En una ocasión me enviaron a prevenir a una vecina que le iban a tirar huevos y tomates. Luego, en plena crisis, cuando el hambre apretó, mucha de aquella gente regresó y llevó cartones de huevos a sus antiguos agresores".
Como todos los cubanos de su generación, Luis fue pionero y estuvo becado en una escuela en el campo. Desde niño practicó artes marciales y llego a ser campeón nacional de taekwondo. "Estudié Metrología, pero no porque quisiera, fue la única carrera que llegó aquel año. Después trabajé con mi padre, me hice operador de calderas de vapor".
El primer vehículo que tuvo fue una pequeña moto rusa que cambió por un televisor de blanco y negro y algo de dinero. A partir de ahí, su pasión por los viejos vehículos norteamericanos. Primero tuvo un Buick 1949, con el que empezó a mecaniquear. Después vinieron un Plymouth 48, dos Chevys, un Mercury 1955, y finalmente, hace 11 años, compró el camión Chevrolet con el que intentó cruzar el Estrecho el año pasado.
Su vida cambió con el camión. Se dedicó a hacer portes particulares, a transportar materiales de construcción y caña de azúcar para guaraperas del Estado. "Gracias al camión hice mi casa. Con lo que ganaba vivíamos toda la familia. Pero cada día me ponían más trabas y problemas".
Hay que decir que Luis Grass es un luchador nato. Entre los muchos negocios que ha montado, sólo mencionar una fabriquita artesanal de niquelado y otra para producir cerveza y refresco a granel. "Yo no sé vivir sin trabajar, pero es que en este país no te dejan mejorar, por eso la gente se va". En 1994, Luis ayudó a algunos amigos del barrio a llevar a la playa sus botes durante la crisis de las balsas. Entonces no quiso irse. "Es triste tener que abandonar a tu familia, tu barrio. Y más si has de arriesgar tu vida".
Pero el tiempo pasó, y se fue desencantando. "Cada vez se hizo más difícil trabajar. Si cargaba cemento o cualquier material, lo más probable es que fuese robado; en Cuba roba todo el mundo. Y por gusto me podían decomisar el camión. Con esta tensión, es imposible vivir".
Los acontecimientos se precipitaron en abril del año pasado, cuando la policía le impidió seguir circulando con el camión por un problema burocrático. Un día, envalentonado por unas cuantas cervezas, se encerró en su cuarto y salió con los planos del camión-balsa. En un mes le fabricó un sistema de flotación, le selló los bajos y le adaptó una hélice y paletas".
La hazaña no sólo despertó simpatía en el exilio. Los miembros del Ministerio del Interior que los recibieron tras ser deportados les felicitaron: "Ustedes sí que son cojonús. Los yanquis son unos cabrones, los tenían que haber dejado entrar', nos dijo un coronel. Otro comentó que era una lástima que gente con nuestro talento se quisiera marchar. Yo le contesté: 'Sí, pero es que ustedes no dejan progresar'. Él respondió: 'Ya, si yo lo comprendo".
La tía de Luis, Eugenia, murió el mes pasado en Miami. Tenía una grave enfermedad, y su hermana gemela no llegó a tiempo para despedirse. Aunque antes había viajado seis veces a EE UU, en esta ocasión los trámites se demoraron más de la cuenta por estar incluida Cuba en la lista del Departamento de Estado de países que patrocinan el terrorismo.
La semana pasada, hastiado y al frente de tres familias, Luis Grass trató de cruzar de nuevo el estrecho de Florida en un coche-balsa. Y otra vez los guardacostas lo volvieron a interceptar. Las familias de Marcial y Rafael ya han sido deportadas. A él, a Isora y a su hijo los han enviado a la base naval de Guantánamo, en espera de la decisión de las autoridades norteamericanas. Luis, su padre, todavía fidelista de corazón, está en La Habana. Pilar visita en estos momentos a la familia de su hermana en Miami, pero pronto regresará. Separados por 90 millas de mar, ambos han pedido a Washington lo mismo: que por el amor de Dios los dejen entrar.
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