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Reportaje:REPORTAJE

Los últimos de Tánger

Cuando te pones en cuclillas para cagar tienes tendencia a agarrarte los huevos con la mano por miedo a que salga una rata por el agujero del retrete turco y te dé un bocado en tus partes". Manuel logra, por fin, hacer oír su voz por encima del griterío para narrar una de sus experiencias más desagradables de la cárcel de Tánger.

Al principio se han preguntado en voz alta qué consecuencias tendría sobre su vida tras las rejas la cita con un periodista de EL PAÍS. Son los 21 presos españoles de la cárcel de la ciudad del Estrecho reagrupados por la dirección, con motivo del encuentro, en un espacioso salón amueblado a la marroquí. "¿Habrá represalias? ¿Se hablará de nosotros en España? ¿Nos querrán echar una mano?", se interrogan a sí mismos.

Casi todos son jóvenes sin trabajo. Reconocen que traficaron con hachís para "sacarse unas perras" y que fueron pillados en Tánger o en la frontera con Ceuta
El mundo amable descrito por el director contrasta con el que trazan sus 21 'huéspedes' españoles, menos de la mitad de los que había hace un año
"Aquí, las ratas son como jabalíes; las cucarachas, como caimanes, y pululan por todas partes", asegura un vasco encarcelado en Satfilage
"¿Que cómo hacen los que no tienen ni un dirham para contribuir a la compra de jabón? Pues muy fácil, le echan muchas más horas pasando la fregona"
Álvarez de Miranda propuso, cuando era defensor del Pueblo, utilizar los bienes decomisados a los 'narcos' para pagar la multa de los presos españoles en Marruecos

"¡Qué cojones!", responde otro reo, "por una vez que podemos largar no vamos a privarnos". "¿No tenemos libertad de expresión? ¡Pues adelante!". Y muchos irrumpen a hablar a la vez quitándose la palabra unos a otros pese a la presencia de un funcionario de prisiones marroquí, con conocimiento del castellano, que escucha en silencio la conversación. Algunos pedirán, no obstante, que se cambie su nombre o lugar de origen para que no se les atribuyan determinadas frases.

"¿Me autoriza usted a visitar una cárcel marroquí en la que haya presos españoles?", preguntó este corresponsal al ministro de Justicia, el socialista Mohamed Buzubaa. "Sí, por supuesto, vaya a Tánger que es donde más hay", contestó sin titubear, deseoso, según sus colaboradores, de mostrarse transparente con la prensa "porque no hay nada que esconder". "Sólo le pongo una condición", añadió Buzubaa, "no podrá hacer fotografías a los presos sin su consentimiento". Tras 10 días de espera, el periodista obtenía el visto bueno para franquear la puerta del penitenciario tangerino.

La prisión civil de Tánger, más conocida como Satfilage, el nombre de la empresa textil adyacente, es una mole blanca y alargada, construida hace 22 años, y situada a la salida de la ciudad, en la carretera que conduce al aeropuerto. Allí, según su director, Maatti Bubiza, están recluidos 2.800 presos -el doble de su capacidad- y los españoles constituyen el contingente más numeroso de extranjeros después de los 44 franceses. 137 funcionarios vigilan Satfilage.

Bubiza confiesa sentirse cómodo cuando ofrece al huésped, en su despacho, un té con menta. Ha dirigido hasta ahora penitenciarios agrícolas, en los que el riesgo de evasión era elevado, algo que no sucede en Tánger. "En los ocho meses que llevo aquí, sólo ha habido un intento de fuga de un preso ingresado en un hospital", precisa. "Para los reclusos es mejor estar al aire libre todo el día, pero para mí es un motivo de preocupación", reconoce.

El director no inspira miedo cuando recorre con el corresponsal las interminables galerías del establecimiento. Los presos le abordan sin ningún protocolo, le hacen ruegos, le formulan preguntas a las que contesta sonriente. A algunos los conoce por su nombre. A esa hora de la mañana las celdas están abiertas y Bubiza insiste en enseñar algunas individuales, "donde están los condenados a largas penas", y pasa de largo ante las colectivas que las puertas entreabiertas dejan entrever. En esas no cabe un alfiler.

"Drogas: ¡No! ¡No! ¡No!", o "No se admite discriminación alguna en el trato de los presos, sea por motivos étnicos, de raza, sexo, nacionalidad, idioma, religión o categoría social", son algunos de los eslóganes o extractos del reglamento de prisiones pintados con letras gigantescas, a veces incluso en español, en las paredes de Satfilage. El director los señala satisfecho con el dedo y los traduce cuando sólo están escritos en árabe.

La 'joya' de la cárcel

Pero, a juzgar por la minuciosidad de la visita a esa área, lo que más llena de orgullo a Bubiza es el taller textil, la carpintería, el gimnasio, la biblioteca y la escuelita a la que acuden los 120 reos marroquíes analfabetos. La joya del penitenciario son, sin embargo, los cuatro dormitorios para vis-à-vis, en los que, tras presentar un certificado de matrimonio y otro médico, los cónyuges pueden pasar unas horas.

El mundo amable descrito por Bubiza contrasta con el que trazan sus 21 huéspedes españoles, menos de la mitad de los que había hace un año. El indulto real de mayo pasado, con motivo del nacimiento del príncipe heredero, abarcó, excepcionalmente, a los condenados por tráfico de drogas que fueron puestos en libertad. Ahora sólo permanecen 35 españoles encarcelados en Marruecos, casi todos en el norte del país.

Con una edad media en torno a los 30 años, son casi todos jóvenes sin profesión, aunque entre ellos hay camioneros o fontaneros que estaban trabajando. Todos reconocen que traficaron con hachís, generalmente con pocos kilogramos, para "sacarse una perras" y fueron pillados en el puerto de Tánger o del lado marroquí de la aduana de Ceuta por culpa, sospechan, de un chivazato. Han sido condenados a entre unos meses y cinco años.

"¿Que cómo son las cárceles españolas en comparación con las de Marruecos? Pues son un hotel en toda regla", afirma Antonio, que, como algunos otros, tiene antecedentes penales en España. "En España tienes hasta lavandería e incluso Internet", prosigue. "Por algo algunos marroquíes allí encarcelados se encuentran tan a gusto que no quieren irse", añade otro reo.

Su primera queja sobre Satfilage concierne a la falta de higiene. "Aquí las ratas son como jabalíes, las cucarachas como caimanes y pululan por todas partes", asegura un vasco. "Cuando no se utiliza el retrete turco, encajamos una botella en el agujero para que las ratas no asomen por ahí", agrega. "En alguna celda disponen de un gato para hacerles frente, pero el animal hace allí mismo, en el suelo, sus necesidades, y no sé lo que es peor porque acaba oliendo que apesta".

"Limpiamos nosotros nuestras celdas y galerías con productos que adquirimos nosotros mismos", explica un joven de Valladolid, porque la administración penitenciaria no proporciona detergentes ni desinfectantes. "¿Que cómo hacen los que no tienen ni un dirham para contribuir a la compra de jabón? Pues muy fácil, le echan muchas más horas pasando la fregona".

"Hay duchas, sí, con agua caliente sólo los jueves", admite un reo andaluz, "pero yo ni las piso porque son colectivas y aquí hay mucho maricón, y en cuanto te descuidas te están metiendo mano". "Para lavarme prefiero calentar agua en un cazo y me la echo por encima en el retrete turco". "Ni siquiera en la celda se cortan un pelo para follar; se meten dos debajo de una manta y les oyes gemir sin parar". "Hombre, tienes que comprender", matiza otro preso, "si supieras que te vas a tirar aquí 20 o 30 años quizá harías lo mismo". Ningún español denuncia haber padecido violencia sexual.

21 horas en una litera

"La vida en la cárcel son 21 horas al día en una litera", asegura Paco con amargura. "No salimos más que cuatro horas diarias de nuestras celdas -los guardianes aseguran que las puertas permanecen abiertas cinco horas-, y los fines de semana el paseo en un patio atiborrado de presos es aún más corto", añade. "El resto del tiempo lo pasamos tumbados en el camastro".

"Eso, los que tienen cama", recalca Jaime, que acaba de ingresar en prisión, "porque yo sigo durmiendo en el suelo, sobre unas mantas, que me he comprado yo, como colchón, porque en mi celda todas las literas están ocupadas". "Cuando quede una libre tendré que pagar 100 dirhams (nueve euros) para que se me asigne una cama y que las ratas ya no me pasen por encima".

"¿A que durante la visita no le han mostrado el Quartier D (galería D)?", inquiere al periodista otro prisionero andaluz. "Lo sabía, porque allí están tan amontonados que no sólo duermen en el suelo, sino que han tendido hamacas entre literas, y que los recién llegados se acuestan encima de las letrinas, sobre las que han puesto una tablillas para que no suban las ratas y que el suelo no esté demasiado desnivelado". "Como te venga un apretón por la noche, hay que despertar a los dos que allí duermen".

En cada celda, de 20 metros cuadrados, según una comisión del Senado español que visitó la cárcel hace cinco años, están hacinados al menos 20 reclusos. "Cada hilera de literas está separada de la otra por un pasillo de un metro en el que se puede estar de pie si no se quiere estar tirado en la cama", afirma Juan. No caben sillas ni mesas. Sólo hay un retrete turco y un lavabo por celda disimulados por una cortinilla.

"Apretujados y con gente de cuidado a tu lado", se lamenta Paco cuando describe su vida carcelaria. "Aquí no se diferencia entre los presos peligrosos o no. Esto está lleno de enfermos mentales que no deberían estar en prisión, sino en un psiquiátrico. La litera junto a la mía la ocupa, por ejemplo, un tipo que invitó a su casa a almorzar a siete mendigos y se los cepilló", recuerda temeroso. "Además aquí todos van armados excepto los guardianes". Ninguno de los reunidos en torno al periodista ha sido, sin embargo, agredido. "Se nos respeta porque saben que el consulado está pendiente de nosotros", asegura. El cónsul, José Ramón Remacha, los suele visitar una vez a la semana.

La celda, donde no hay sitio para sentarse, sirve también de comedor. "Bueno, si a eso se le puede llamar comida", advierte el preso vasco. Los celadores "pasan, dos veces al día -no hay desayuno-, pero no se sabe a qué hora, con un mejunje caldoso que echan con las manos en un cazo". "Las lentejas que lleva hay que pescarlas con caña", bromea. "Y además es plato único". "Sólo lo tragan los que no tienen nada más que llevarse a la boca". Ninguno de los españoles lo prueba.

Sólo en los calabozos no hay más opción que comer el potingue carcelario. Un preso andaluz es el único que tiene experiencia de la mazmorra. "Los guardianes me atraparon con chocolate durante un registro", confiesa. "Estuve allí un par de días, durmiendo en el suelo sobre unas mantas, casi a oscuras y sin salir, pero hay gente que se tira allí hasta tres semanas".

Ayuda estatal

En el universo paupérrimo de las cárceles marroquíes, los españoles son, pese a todo, unos privilegiados. Los 100 euros al mes que les otorga a cada uno el Consulado de España, el dinero que les envían sus familias y los bocadillos y las frutas que les llevan cada semana las hijas de la Caridad, los convierten, junto con algunos narcos de peso, en los acomodados de Satfilage. Sobre pequeños infiernillos cocinan en sus celdas los productos que les traen de la calle. Es algo habitual en Marruecos, donde la cárcel de El Jeddida ardió parcialmente en 2002 a causa de un cortocircuito provocado por un hornillo.

"Esa monja sí que se está ganando el cielo", afirman al unísono varios presos refiriéndose a sor Asunción, que lleva 12 años visitándoles, aunque sólo una vez al año puede pasar del lugar habilitado para encuentros entre familiares y reos. "En Navidad, el arzobispo de Tánger, monseñor Antonio Peteiro, suele decir una misa para los chavales en el gran salón" del penitenciario, explica la hermana. "Usted dirá que la cárcel deja que desear, pero yo la he visto mejorar", prosigue, "con un régimen de visitas más laxo, más facilidades para llamar a las familias, etcétera".

"Vale, somos unos afortunados, porque en este mundillo se funciona con dinero y nosotros tenemos unos dirhams", explica Antonio. "Los carceleros", cuentan varios reos, "no se meten contigo, pero tampoco te dejan hacer nada si no sueltas pasta". "Para llamar a la familia desde la cabina telefónica, o simplemente para ir a la biblioteca, hay que pagar con, por ejemplo, una cajetilla de tabaco" que cuesta 2,7 euros. "Por cierto, podría poner en su periódico que nos manden unos cuantos libros en español, que aquí todos están en árabe o en francés".

Los talleres en los que se aprende o se practica un oficio, los "chavales" de sor Asunción ni los pisan. El director de la cárcel reconoce que no puede correr riesgos permitiendo a reos extranjeros acceder a esa zona desde la que es más fácil evadirse. "Si un marroquí se escapa, pronto o tarde será detenido", señala, "pero un español será más difícil apresarle porque intentará volver a su país".

Comparados con los españoles, los narcotraficantes y algún que otro político condenado por corrupción son unos potentados. Ellos han costeado, según se cuenta en las galerías, los muebles y la decoración del salón para sentarse cómodamente con sus familias sobre los sofás. Muchos disfrutan de celdas individuales, y en ellas poseen televisores, DVD y montones de películas. La Administración penitenciaria desmiente, sin embargo, que gocen de ningún trato de favor.

Para salir a la calle no basta con cumplir la pena. Hay que pagar la multa a las aduanas de Marruecos, que, en función de la cantidad de hachís requisada, oscilará entre los 30.000 y los 90.000 euros. Si no se abona, la privación de libertad se prolongará unos meses o un año a menos que el reo logre presentar ante las autoridades marroquíes un certificado español de pobreza. "Yo tengo una furgoneta que, además, está embargada, y basta con esa propiedad para que no pueda obtener en España ese documento", se queja Eduardo.

Fernando Álvarez de Miranda propuso, cuando era defensor del Pueblo, utilizar los fondos de los bienes decomisados a los narcotraficantes en España para sufragar la multa de los presos españoles en Marruecos, pero su idea cayó en saco roto. El impago de la multa retrasa no sólo la excarcelación, sino que dificulta que se aplique a los reos el convenio que les permitiría acabar de cumplir su condena en España.

Bubiza no pone límites a la duración de la reunión con los presos. Muestra un poco de nerviosismo cuando el grupo español abandona el luminoso salón marroquí para hacerse fotografías en el exterior, algo más lúgubre. "Acaso el jardín sea un buen sitio", sugiere. Al final, algo contrariado, deja que el puñado de españoles se retraten frente al muro de la cárcel.

Ha llegado la hora de la despedida. Los presos piden todo tipo de favores: "Mande la foto a mi mujer, a mi madre". Uno de ellos sorprende: "Envíe la foto a mis padres, pero no les diga nada porque se piensan que sigo de vacaciones en Marruecos con unos amigos". Otra solicitud es imposible de satisfacer: "¿Y si cojo la cámara y me pego a usted? Acaso me confundan con un fotógrafo y me pueda escapar".

Presos españoles en la cárcel civil de Tánger.
Presos españoles en la cárcel civil de Tánger.IGNACIO CEMBRERO

La angustia de Jesús

JESÚS, BILBAÍNO DE 46 AÑOS, no aguanta más. Se ha enterado de la venida de un periodista a la cárcel y sale en su búsqueda por las galerías en lugar de esperarle en el salón donde los funcionarios de prisiones marroquíes han pedido a los reos españoles que se concentren.

Jesús tiene prisa por contar su historia. Padece el sida y no recibe tratamiento desde que ingresó en prisión hace seis meses, "desde que me cogieron con 10 kilos de chocolate en la aduana del puerto de Tánger. Antes sí, iba tirando con Tricivic, una mezcla de retrovirales que tomaba cada 12 horas".

A Jesús le han hecho hace poco unos análisis de sangre, sufragados por el Consulado de España en Tánger, según sor Asunción. "Han dado que estoy muy bajo de defensas", explica Jesús angustiado. "Nunca he estado tan bajo. Y todavía me quedan seis meses aquí. ¿Cree que saldré con vida?", pregunta a su interlocutor.

"Si no fuera por este problema, los seis meses que tengo por delante no me parecerían muchos", y menos en la enfermería del penitenciario donde permanece. Este vizcaíno, ex toxicómano, estuvo ya casi cinco años en las cárceles de Basauri y Nanclares de Oca.

La Administración penitenciaria marroquí no le proporciona el tratamiento, que oscila entre 6.000 y 9.000 euros al año, y el Consulado de España ha solicitado a las autoridades españolas que se lo suministren, pero, hasta la fecha, no ha recibido respuesta. "El hombre lo está pasando mal", confirma sor Asunción, la hermana que le visita semanalmente.

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