Lo último de Alberola y Espinosa
Je Reviens. Qué curiosos retornos tiene el teatro, qué puentes más extraños. Hipótesis: ¿aflora a veces en nuestros dramaturgos jóvenes el teatro que vieron de pequeños, o que entrevieron, mejor, en un "Estudio 1", tras las cortinas del salón (entonces se decía living) mientras esperaban ver otra cosa más tarde, una película, una serie americana, o en un centro parroquial, una función con los papás, una obligada tarde de domingo? Hará dos semanas creí detectar en Dakota raros ecos de Anouilh, de Eduardo de Filippo, incluso de López Rubio, que no se dirían los autores de cabecera de Jordi Galcerán. Ahora he visto en el Nacional de Barcelona Almenys no es nadal, de Carles Alberola (se podría traducir como "¡suerte que no es Navidad!"), y me ha parecido olfatear otro perfume antiguo, como si Alberola hubiera rociado a sus dos mujeres, dos viudas, asiladas, con Je Reviens de Worth o, para decirlo en términos teatrales, como si se le hubiesen juntado en su retorta un poco de Los árboles mueren de pie y un poco de El Okapi. No es, desde luego, el Alberola que prefiero: no hay aquí juegos paradójicos ni grandes vuelos de la imaginación. Reconocemos al gran Alberola porque en el personaje de Sofía (Montserrat Carulla), la vieja vitalista y sarcástica que se resiste a la momificación, aflora su eterna querencia por Neil Simon: con un poco de suerte y un poco más de empeño, la función podía haberse llamado The Sunshine Girls. Alberola "tiene" en Sofía un personaje bombón, una prima hermana de la Leticia de Shaffer, pero luego no sabe qué hacer con él. O se desinteresa. Quizá es que en Almenys no es nadal hay dos obras luchando entre sí: la obra de Sofía y la obra de Encarna. Encarna es Mercé Comas, la vieja que se engaña (o que finge engañarse) con las inexistentes visitas de un hijo: ya hemos visto demasiadas veces esa película. Hay esos dos personajes, esas dos líneas, la sarcástica y la melancólico-poética, y falta motor para mantener el coche en marcha, y al espectador interesado. Aparece un tercer personaje, la joven enfermera Yolanda (Carlota Olcina), un mero resorte para "pasar información", para tratar de mover la historia hacia algún lado. Quizá si Alberola hubiera visto o entrevisto un poco más de Armiñán y un poco menos de Casona... Ah, el último tercio de la comedia podía haber sido un episodio memorable de Del dicho al hecho o Suspiros de España. Con Irene Gutiérrez Caba y Manolo Galiana. Porque ahí hay un giro de guión muy sugerente. Cuando llega el "hijo ingrato" (Pep Ferrer), descubrimos que Encarna no es ninguna santita, y que madre e hijo se han fastidiado la vida mutuamente. Y que ninguno de los dos es capaz de decir lo que realmente importa. Ya es tarde. Y ya es tarde, también, para Almenys no es nadal. Por indecisión, por falta de espacio, por querer, quizá, jugar a demasiadas cartas. Tampoco ayuda la dirección sorprendentemente plana, letárgica, de Tamzin Townsend, que no consigue hacer brillar como debiera el trabajo de dos actrices tan sobradas de recursos como la Carulla y la Comes.
Contracorriente. Hay que tener mucho coraje para apostar por los buenos sentimientos, en la escena y en la vida. Sobre todo si uno es un "autor joven", como Albert Espinosa. En ese negociado, la negatividad autocomplaciente suele tener muchísima mejor prensa que la comprensión o la ternura. Jugando otra vez a lo de los puentes secretos, Espinosa es un raro cruce -rarísimo, para los tiempos que corren- entre Woody Allen y Ruiz Iriarte. Con unos toques de Mihura: en No me pidas que te bese porque te besaré se reserva, como actor, un personaje que parece modelado sobre el Armando de Ninette: el amigo gruñón, el contrapunto ácido. Lo que más me gusta de Espinosa es que le importan un pimiento los, digamos, imperativos nihilistas de la modernidad. Hay una gran fuerza tranquila en ese ir a contracorriente de las modas. Hay algo casi subversivo en esa falta de miedo a hacer el ridículo; a ser tildado de ingenuo y de cursi. Por lo que sé, Espinosa está vivo de milagro. Es decir, que sabe que la vida es un milagro muy corto. Desde esa certeza se atreve a hacer el teatro en el que cree, y a defender, con absoluta naturalidad, su visión del mundo. La muerte y el dolor acechan por todos lados, pero el amor, la amistad y un humor amable y sensato pueden ser buenas muletas para ir tirando y para darles en la cresta a esas realidades insistentes. Su ética, que felizmente no se postula como tal, le ha dado óptimos resultados. Los pelones (luego llevada al cine como Planta Cuarta) fue un éxito sorpresa, duplicado, multiplicado luego por Tu vida en 65 minutos, que duró nueve meses en cartel, sin más publicidad que el boca a oreja. Espinosa trabaja siempre con un grupo de amigos, actores no profesionales y sus espectáculos son escenográficamente baratísimos, lo que le(s) permite estrenar una función al año. En Los pelones abordó el cáncer; en Tu vida, la muerte en plena juventud. El protagonista de No me pidas que te bese, que acaba de estrenarse en el Tantarantana de Barcelona, es un deficiente emocional que no sabe querer y decide aprender a tocar la guitarra, y va a parar a una clase en la que una pareja de deficientes mentales le enseñarán unas cuantas cosas sobre la vida, el amor y la música. En fin, un material como para echar a correr y no parar hasta Vitigudino. Puede que No me pidas que te bese no sea la mejor obra de Albert Espinosa: hay reiteraciones y alguna que otra incongruencia, pero la seguridad en el tono elegido es admirable. Siempre me desarman los autores que consiguen mantenerme interesado con unos mimbres por los que no hubiera dado dos duros: ahí está el talento, o una forma muy singular de talento. En su teatro hay humor, poesía y arquitectura. Y es un notable actor que (aquí en compañía de su protagonista, Álex Casteleiro) sabe dirigir muy bien a sus actores. Debería estrenar cuanto antes en Madrid: le auguro un éxito considerable.
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