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El sexto mandamiento

En la posguerra civil española hubo carteles por las calles que rezaban "prohibido blasfemar". Y tierno testigo fui en la calle de más de una paliza de castigo al blasfemo. Eso huele a Edad Media y a integrismo islámico. Una soberana paliza por proferir una expresión de mal gusto; pues eso es la blasfemia y nada más. Quien la suelta, más o menos rutinariamente, no está, ni de lejos, pensando en ofender a Dios, crea o no crea en Él. Si no cree, pues por eso, y si cree, ya sería insensato enojar a un poder infinitamente superior. La blasfemia es una fea expresión interjectiva; y aunque podríamos meternos en divagaciones (en inglés no existe, tiene más mordiente mentar a la madre, etc), el hecho es que la blasfemia popular, nada tiene que ver con ritos satánicos ni con especie alguna de insulto o desafío a la divinidad.

Es un ejemplo menor entre tantos otros que podríamos ventear. Yo gané unas oposiciones, se enteró el párroco, habló con el gerente y por fin accedí a mi plaza con la condición de que fuera a misa los domingos. Recordándolo ahora, me viene a las mientes la doctrina del poder indirecto, desarrollada por el gran teólogo jesuita Francisco Suárez en Defensio Fidei. Existen dos poderes, el temporal y el espiritual y cada uno es supremo en su esfera; pero siendo el poder espiritual superior al terrenal... usted obtendrá la plaza ganada a pulso con tal de que el representante del espíritu no diga lo contrario.

Esto era sí, con todo descaro, en mi primera juventud; y eso, más que el hambre, precipitó mi fuga. De todas las grandes instituciones históricas, la Iglesia ha sido, y donde puede sigue siendo, la que más se ha resistido al empuje del Estado laico, gracias a la doctrina del poder indirecto. No lo digo como reproche, qué va. Toda institución, como todo individuo, tiende a perpetuarse. Si no fuera así, su paso por este mundo sería más fugaz. En los sindicatos todavía existe una remota resonancia gremial, en la familia de hoy, debilitados como están los vínculos entre sus miembros y en proceso de fragmentación su estructura, todavía es fácilmente reconocible su origen institucional. Sólo el Estado ha ido acrecentando su presencia. Globalizados y todo, los Estados tienen hoy más poder e influencia sobre el ciudadano y las instituciones que jamás en la historia, mientras que la institución económica es algo fragmentario y en simbiosis dudosa con el poder político. En cuanto a la Iglesia, su influencia es todavía fuerte, pero desigual en Europa; y está a la defensiva. De ahí que los dedos se le antojen huéspedes y vea conspiraciones por todas partes.

La Iglesia española, favorecida por un gobierno propicio, pretende, o así lo parece, desear el regreso a un pasado que no va a volver. Si el gobierno accediera a sus peticiones, pobre sexto mandamiento o de lo que de él quede. Pero admitamos primero lo que no hemos oído estos días. Intelectuales de izquierda han atacado la "jungla sexual", por alienante y deshumanizante (Packard, el mismo Fromm). ¿Haz el amor, no la guerra? Si haces bastante el amor terminarás por hacer la guerra. El otro deja de ser visto como un ser humano para convertirse en un objeto de placer. Matar así a soldados y a población civil, hombres, mujeres y niños, es más fácil. La sensualidad pervertida no repara en personas, pues lo reduce todo a una misma pulpa: es la cosificación. Con todo, estos intelectuales no combaten el opio del sexo por razones religiosas ni afirman que es la causa única de la explotación del hombre por el hombre. La promiscuidad sexual es sólo un componente del proceso alienante. No se puede decir que con sólo la supresión del circo sangriento el imperio romano habría sobrevivido para in secula. Como tampoco es demasiado productivo combatir un efecto entre tanto al tiempo que se deja intacta la causa. Ni quito ni pongo ni entro ni salgo, pero si no quieren que un gran número de nuestros adolescentes vulneren de cabo a rabo el sexto mandamiento, no hay que empezar por ahí, pues es perfectamente inútil. Dirijan nuestros clérigos todas sus baterías contra el sistema socioeconómico, no contra un producto por aquí, otro producto por allá. Pero eso no lo hacen hoy ni lo han hecho nunca. Digo yo con cierta inexactitud, pero quiero creer que expresivamente, que cuando Calvino dio el visto bueno a los préstamos con interés -dando así carta de naturaleza a una práctica ya extendida- al cristianismo se le abrió una herida que con el paso del tiempo no haría sino hacerse más y más insidiosa y virulenta.

Que los malos tratos a las mujeres sean producto de la revolución sexual, es deducir de un efecto -apuntado arriba- una causa. Un razonamiento que abole la premisa mayor, distraídamente desaparecida. Pero en todo caso, ¿qué cabía esperar? Desde sus inicios, las grandes religiones le han asignado a la mujer un rol, o sea, han hecho de ella lo que no es. Santa y castísima esposa, dulce madre, obediencia al marido y la pierna quebrada y en casa. Romeo y Julieta, amor eterno y coronado por el éxito, incluido el de la procreación, que es, a la postre, lo que se trata de demostrar. Suponiendo que Julieta coincidiera con su rol, es una idealización tan bella como imposible. Con o sin cristianismo, la sumisión de la mujer al marido, más o menos cruel, más o menos aquiescente, ha sido una constante histórica. San Pablo las mandaba callar en el templo, y antes, el Eclesiastés: "Mejor es el hombre malo que la mujer buena". Recomendaría a nuestros obispos que leyesen un libro del año 1942. La mujer española, del Padre Graciano Martínez. Quizás se expliquen así la revolución sexual y la violencia de género, en parte y visto con perspectiva histórica.

La familia empezó a decaer cuando el capitalismo industrial requirió el concurso de la mujer en las fábricas. Antes habían hilado y tejido en casa, a partir de entonces, fuera de ella. Descubrieron luego que podían desempeñar trabajos de oficina. En las últimas décadas el consumismo vio en ellas un gran venero. Era el fin de la bella y en parte o en todo bienintencionada superchería histórica. Eternamente, una mitad no puede ser lo que es y la otra lo que no es. Se acabó lo que se daba. Otelo y aliados no prevalecerán contra ellas por muchas bajas que la contienda todavía produzca. Y para frutos amargos, los de la utopía.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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