Lo que hizo Felipe y lo que hace Zapatero
"Zapatero debería hacer lo que hizo Felipe, y no lo que Felipe le dice que haga", sintetizaba hace meses un ex parlamentario socialista. No se sabe lo que Felipe González le haya podido decir a Zapatero, pero sí que éste ha hecho últimamente un par de cosas que recuerdan más al Felipe de antes que al de ahora. La primera fue el compromiso de no gobernar si no era el suyo el partido más votado. Es una actualización del compromiso de González en 1993 de renunciar a conformar una mayoría alternativa si ganaba Aznar. La idea era que, en ese caso, los socialistas dejarían la iniciativa al PP, y sólo si fracasaba lo intentarían ellos. El mensaje implícito era que no entrarían en una subasta para obtener el respaldo de los nacionalistas a cambio de concesiones sobre el modelo de Estado. E incluía un tácito emplazamiento a que el PP hiciera lo mismo. El PP no lo hizo porque por entonces sostenía que cualquier pacto era legítimo para sacar al PSOE del poder (y que conseguirlo era un imperativo moral). Como ganó el PSOE no hubo caso; pero tal vez ganó porque ese compromiso tranquilizó al electorado moderado, que volvió a darle su apoyo.
La actitud que refleja el compromiso de Zapatero es la contraria a la de quienes vienen empujándole a forjar un frente entre los nacionalistas y la izquierda para frenar al PP, cuya continuidad en el Gobierno pondría en peligro la del sistema democrático. Ese planteamiento más bien espantaba que atraía electores centristas.
La segunda decisión felipista de Zapatero ha sido exigir a Maragall que destituyera a Carod. Es decir, negarse a ceder una vez más ante Maragall, que de entrada había rechazado la dimisión de su conseller en cap. Fue una decisión arriesgada porque estaba en cuestión la relación entre el PSC y el PSOE. Sin embargo, cediendo habría arriesgado más: la posibilidad de un estallido del PSOE en muchas taifas y la desaparición por largos años de una alternativa verosímil a la derecha gobernante.
El despliegue autonómico ha promovido la emergencia en las comunidades de élites políticas con intereses propios relativamente independientes de los de sus partidos de referencia. En las autonomías que cuentan con partidos nacionalistas (que actúan exclusivamente en función de los intereses de su territorio), las formaciones de ámbito estatal están en inferioridad de condiciones. Por ejemplo, cuando los nacionalistas incluyen en sus programas la propuesta de reducir su contribución a la Hacienda general, con independencia de los efectos que ello pueda tener para la cohesión (y viabilidad) del Estado autonómico. Es comprensible que, para competir en igualdad, las secciones locales de los partidos de ámbito estatal tiendan a adaptarse a la lógica nacionalista, asumiendo sus planteamientos; sobre todo si su partido está en la oposición y no tiene expectativas de gobernar a corto plazo. Pero ello es suicida a largo plazo.
El ex ministro José María Maravall lamentaba hace poco (EL PAIS, 14-9-03) que ahora sea inimaginable que la Ejecutiva del PSOE pueda decir a una dirección regional que no puede formar un gobierno de coalición con IU, por ejemplo, porque perjudicaría a la estrategia general del partido. Se consideraría una injerencia inaceptable, no por razones ideológicas sino porque la prioridad para los afectados es alcanzar o conservar ese poder regional en juego.
Esta situación explica también que incluso en comunidades sin fuerte presión nacionalista, cuestiones como la creación de una agencia tributaria propia, que a los votantes les deja más bien fríos, sea considerada una conquista esencial por sus representantes políticos; no porque suponga más ingresos, sino porque implica más poder. Quien recauda, aunque sea por cuenta de la Hacienda central, adquiere una evidente capacidad de influencia -de negociación- sobre sectores a su vez socialmente influyentes. La idea de que la administración fiscal es más eficaz cuanto más próxima tiene su contrapartida en el exceso de familiaridad, que permite negociar, pactar, condicionar.
La discusión sobre la cohesión territorial, bandera de González contra Aznar en la investidura de 1996, es en gran parte la discusión sobre la cohesión interna de los partidos nacionales. Y ahí es donde se la juega Zapatero.
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