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Columna
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Armas

Y ahora, no entiendes por qué estás en Guantánamo encadenado y con cinta adhesiva cubriéndote la boca y los ojos. Te confieso que yo tampoco. Pero te avisé del peligro que corrías, si continuabas con tus sentencias. Y eso que eres frágil y de aspecto inofensivo, aunque tu mirada es una denuncia cortante y más demoledora que la de cualquier juzgado de guardia. Y qué otra cosa puedo decirte, después de la voladura de aquella pasarela internacional, con todo el glamour como un obelisco a la frivolidad: te plantaste junto al elegante presentador y con una voz que no necesitaba megafonía alguna, y sentenciaste que cada modelo es un crimen perfecto. Luego, detallaste el hambre y la esclavitud de las mujeres que manufacturan los tejidos y las condiciones en que trabajan. Y así, hasta que dos guardias te condujeron a la comisaría más próxima y te tuvieron allí casi tres días. Pero, apenas saliste, insististe con los zapatos: los zapatos son un arma letal, lentamente letal. Y los niños y las niñas y los hombres y las mujeres son explotados hasta la extenuación y hasta la muerte, por unos salarios de hambre. ¿Qué buscan en Irak que no se encuentre en cualquier marca de prestigio? Ya solo te faltaba que Rupert Evererett afirmara que las armas de destrucción masiva son el sida y la pobreza, para enmendarle la plana: sí, por supuesto, pero la pobreza no es ningún castigo bíblico, es el fruto del expolio de los poderosos. Los poderosos tienen ojos y oídos bien adiestrados y mejor pagados, por todo el planeta y ya te habían enfilado. De modo que decidieron que tu destino era Guantánamo, porque si te expresas así, como tú lo haces, o con un lenguaje corporal que golpee el puritanismo, a las gentes sometidas al imperio del orden puede darles un ataque de terror. No importa cuanto les suceda o les esté sucediendo a las gentes de los pueblos sometidos y miserables, que eso no es terror sino azar. Y lo tuyo es igualmente azaroso. Ahora estás en Guantánamo. Guantánamo está en cualquier lugar donde lo ponga el capital. En la esquina de tu casa, sin ir más lejos. No te fíes...

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