Periodo de pruebas
Un fantasma recorre la Diagonal. ¿Es un hombre? ¿Es un avión? No: es un tranvía. No lleva pasajeros porque, según reza un cartel pegado en uno de los cinco cuerpos articulados, está en periodo de pruebas ("En proves. Sense viatgers", dice concretamente el texto). Recorriendo la distancia que separa la plaza de Francesc Macià de El Corte Inglés Diagonal, el vehículo se prepara para el día de su inauguración. ¿Qué día será eso? No intenten llamar a la empresa para averiguarlo: les dirán que todavía no lo saben, lo cual tiene su lógica. Si no sabemos ni de dónde venimos, ni quiénes somos, ni adónde vamos, ¿por qué demonios íbamos a saber cuándo inauguran el Trambaix y el Trambesòs? Los conductores de los coches que circulan a su lado lo miran con resentimiento, como ocurre cuando intuyes que tendrás que compartir tu espacio con una bestia más grande y fuerte que tú. Un amigo me dice: "A ver quién será el primer barcelonés atropellado". El fatalismo local suele acompañar la llegada de cualquier invento. En este caso, no es estrictamente un invento: hubo un tiempo en el que la ciudad era un hormiguero de tranvías como los que dibujaba Opisso. Algunos de nuestros antepasados se conocieron en un tranvía. Incluso Joan Salvat-Papasseit ambientó uno de sus poemas, Encara el tram, en un tranvía, donde, con libidinoso interés, espíaba a una chica que estaba leyendo un libro.
Los periodos de prueba son uno de los grandes momentos de cualquier estreno. En las emisoras de radio, el periodo de pruebas consiste en repetir el indicativo. En el matrimonio, es una efímera tregua de cooperación. A medida que voy viendo pasar el tranvía, me pregunto si no sería mejor dejarlo así, vacío. Le ocurre como a las simulaciones y las maquetas: sin gente, parecen más asépticas y funcionales. En las simulaciones programadas por ordenador, como las del Fòrum, por ejemplo, vemos grupos de personas, pero no el mogollón que se produce en, por ejemplo, el piromusical de la Mercè o el cuarto oscuro de según qué bares a según qué horas. Sería bueno, pues, incluir en cualquier hipótesis de futuro la aglomeración. Mientras tanto, da gusto ver pasar ese tranvía vacío, con sus enormes ventanales, por los que los futuros usuarios podrán contemplar los coches aparcados delante del restaurante Tramonti, el indigente fijo de Diagonal-Ganduxer, las gráciles patinadoras compartiendo las aceras con paseadores profesionales de perros y practicantes de footing, y los miles de motoristas que circulan arriba y abajo. O los compradores de CD-ROM que salen de la FNAC tarareando una canción de amor de, pongamos por caso, The Big Serrandez Orchestra ("yo quiero ser la roña de tus uñas") o cualquier balada pop (a propósito, Nick Hornby publica 31 songs, una memoria comentada de sus discofilias con párrafos como éste: "¿Cuál es el tema apropiado para una canción? No son puntos de divergencia lo que faltan entre las canciones y los libros, pero tanto los compositores como los novelistas buscan un material susceptible de significar algo más allá de sí mismo, un material cargado de resonancias, de ironía, de textura, de complejidad, un material que sea temporal e intemporal al mismo tiempo, un material que, en el caso del pop, soporte centenares de audiciones y que pueda, además, servir para dos o tres anuncios de margarina"). O detectar, tras los cristales de Catalunya Ràdio, la expectación provocada por el nombramiento de Montserrat Minobis como directora, la confirmación de que las quinielas sirven tanto como las promesas electorales y de que el Gobierno sigue instalado en un turbulento periodo de pruebas.
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