Una vuelta a la isla redonda
Gran Canaria une en febrero las cálidas temperaturas con la fiebre del carnaval
La isla es redonda como una galleta. Eso la hace apetecible para rodear su perímetro y mordisquearla por los bordes: la mejor forma de apreciar su tamaño y su fisonomía. Gran Canaria es una de las islas más pobladas y deterioradas por una política de urbanismo incontrolado, pero con una orografía contundente que alberga rincones de gran belleza, como son el interior con sus cumbres y sus roques de origen volcánico, los barrancos occidentales y algunas playas como las dunas de Maspalomas. Rodeando su circunferencia se pasa casi sin transición de las aglomeraciones más agresivas a los paisajes más intactos y estremecedores. Ello requiere una jornada completa o dos, si se decide hacer algún requiebro hacia el interior.
1Arucas señorial
Antes de aventurarme por la costa, me acerco hasta la caldera de Bandama, a unos 20 kilómetros de la capital. Desde el pico se divisa una amplia panorámica de la parte oriental de la isla. Decenas de turistas y nativos se asoman al hueco profundo de esta formación volcánica y se admiran de su perfecta circunferencia forrada de vegetación. Solamente una casita asoma en el fondo de este agujero que, puestos a imaginar, se parece a un impacto de meteorito.
Y ahora, tras respirar toda la tibieza voluptuosa de las primeras horas de la mañana, ya es hora de encaminarse en dirección a Agaete. No es que la autovía del Norte sea un dechado de belleza. La panza de burro oprime de lo lindo (el cielo está nublado) y un poco por todas partes aparecen tristes cubos de hormigón sin terminar, en un urbanismo precario que corroe las laderas como un sarampión. A un lado, el océano, con ese azul penetrante insular, y al otro, las viejas coladas volcánicas cubiertas de una rala vegetación xerófila. Pronto se alcanza con alivio la villa de Arucas, que, aunque convertida en ciudad dormitorio de Las Palmas de Gran Canaria, muestra un cogollo histórico señorial, de arquitectura de cal y colores y sillares de basalto. La iglesia de San Juan Bautista, con alardes de catedral y toda ella de piedra negra y florida, es un homenaje al neogótico más fantasioso. El jardín municipal se muestra como un remanso de calma bulbosa y subtropical. Algunos dragos ofrecen su sombra y derraman esa resina tan roja que se la compara con la sangre, y que ya aparecía en los tratados medievales de farmacopea. En pleno parque aún permanece parte de las complejas acequias de piedra que la Heredad de los Regantes, del siglo XV, habilitó para un reparto equitativo de las aguas. En las afueras, el jardín de la marquesa de Arucas, hoy abierto al público, alberga una colección de 2.500 especies tropicales y subtropicales en una puesta en escena de corte romántico, y en mitad de un campo de plataneras despunta un hotel rural de lujo, la Hacienda del Buen Suceso, en el que alimentar sueños coloniales ante un zumo de papaya.
2Quesos y arqueología en Gáldar
De nuevo en la autovía, aparecen indicados Guía y Gáldar, dos poblaciones reputadas por sus quesos. Insuperables, hay que decirlo. Para comprobarlo no hay más que dirigirse hacia los barrios más alejados. Allí, una serie de valles dan la espalda al asfalto, mostrando toda su intacta exuberancia. En el Inciensal y en Las Mesas viven varias queseras dispuestas a contar el secreto de su producción. Sita Mendoza explica que los quesos son de "mixtura", y que se elaboran mezclando leche de cabra, oveja y vaca en distintas proporciones, a gusto de cada cual. El ganado se alimenta casi exclusivamente de pastos, y el cuajo es de leche de baifo (cabrito) o flor de cardo. "La leche de las cabras rinde más que la de vaca, y la de la tierra más que la de afuera, aunque la que más rinde es la de oveja", comenta, mientras que Rosa Díaz se queja de que está más oronda de lo conveniente porque le encanta el tabefe, que es como aquí se llama al requesón. "Para prepararlo", asegura, "es necesario guisar el beletén, que es el calostro de la leche recién ordeñada, y removerlo constantemente con una caña para que no se corte". Desde su casa y la cueva en la que prepara sus quesos, el ronroneo incesante del tráfico rodado queda lejos.
En la ciudad de Gáldar, agarrada a un cono volcánico, se concentra uno de los principales yacimientos arqueológicos de la isla: la célebre Cueva Pintada, cerrada al público desde los ochenta y a punto de ser abierta de nuevo. Se trata de los restos de un poblado prehispánico de casas circulares con sillares de toba, cubierta vegetal y vigas de tea. Rodean una cueva con las paredes pintadas con motivos simbólicos. Era el lugar donde se piensa que se reunía la asamblea del guanarteme, o rey de los aborígenes.
3El puerto de Agaete
Al cabo de pocos kilómetros aparece Agaete, pequeño puerto pesquero con mucha gracia. El océano parpadea y es tan intenso que casi ciega. Un ferry de la compañía Fred Olsen espera a cargar sus tripas de pasajeros para desembarcarlos en Tenerife. El pueblo de Agaete se rodea de casas y chalés adosados, preludio de la masificación. Pero su barrio pescador todavía conserva un sabor marinero de carpintería repintada en azul, barecitos populares con terrazas que miran al mar, un paseo marítimo agradable y un cierto aire beat reciclado. Pintores como Pepe Dámaso o poetas como José de la Rosa mantienen casa aquí para rebajar los agobios urbanos, mientras que los nórdicos se quedan en invierno para dejarse abrazar por el sol. Una buena filosofía la de los europeos jubilados.
Si se mira hacia el sur, la civilización parece haberse parado de golpe. Una fabulosa barrera orográfica ha salvado el resto del litoral de la especulación. El Dedo de Dios. Así llaman al desafiante monolito negro que emerge desde las aguas clamando al cielo. Y cubriéndole las espaldas a Agaete, asoma en la cumbre el pinar de Tamadaba. Hermoso topónimo de resonancias prehispánicas que alberga los ejemplares canarios más singulares.
Tan apetecibles se muestran aquí las montañas que tomo una carreterita hasta el caserío de Artenara. En Fontanales los pastos son tan lujuriosos que parecen suizos. Un señor con sombrero de fieltro y cuchillo canario, don Alfredo Rodríguez, se da a la reflexión junto a la cuneta. Recuerda tiempos pasados mejores y más tranquilos, en que "no hacíamos crisis en estos campos". Le señalo hacia un rebaño que pasta feliz en unas praderías junto a una casa, y me explica que "son corderos y machonas, ovejas que van a parir y no dan leche". En Artenara, las casas cuevas son silenciosas como la piedra y la noche. "Calientes durante el invierno", explica María del Pino, "y fresquitas en verano". Desde allí se contemplan los roques y las cumbres más altas y descarnadas de la isla. Un buen lugar éste para almorzar y beberse la visión grandiosa del paisaje grancanario.
4La aldea de San Nicolás
De nuevo en la costa, una carretera estrecha y vertiginosa conduce a lo más indócil de la isla sobrevolando los acantilados. Mejor no mirar hacia abajo y seguir mansamente al camión que me precede y arrastra su panza sin prisas. La visión es brutal, sobrecogedora. Se atraviesa el barranco de Guayedra, bellísimo, y dan ganas de pararse y recorrerlo a pie. Pero las distancias y las curvas trazan su tiranía, así es que continúo con la ruta establecida.
Según se llega a la aldea, un mar de invernaderos ensucia el amplio valle sobre el que se asienta esta rica población agrícola. Al socaire del puertito, un puñado de bares ofrecen terrazas acogedoras, espaguetis para turistas alemanes despistados y pescado del bueno para quien lo exija. Samas, viejas o salmonetes con papas arrugadas. Y queso tierno del país. Todo ello sin complicaciones culinarias, a la plancha o frito, y acompañado de un mojo verde con cilantro y una cantidad de ajo capaz de levantar el ánimo de un picapedrero.
5En dirección a Mogán
Sigue la belleza en estado bruto y sin limar. De pronto, el cielo se pone borrico y la niebla se hace tan densa que borra las cimas. Las montañas derraman su vomitona basáltica hasta el mar. Están cubiertas de aulagas, verodes y cardones, plantas inquietantes donde las haya, y algún hilillo de agua serpentea entre las fisuras de los barrancos. Ha llovido este año y la naturaleza está verde a rabiar. Las curvas siguen mandando, pero esta vez no culebrean por el borde del mar, sino que se adentran por el interior.
Se atraviesa el hermoso barranco de Veneguera y viene a la memoria la movilización popular y ecologista de hace unos años, que tuvo a la isla empapelada de pancartas que rezaban: "Salvar Veneguera". El último barranco y la última playa intacta de esta isla superpoblada. Esta vez venció la voluntad del pueblo y los proyectos de urbanización masiva se paralizaron, explica Heriberto Dávila, de Ben Magec-Ecologistas en Acción. Buena noticia. En la cabecera del barranco surgen cardones del tamaño de una casa. Son plásticos, escultóricos.
Continúa la ruta entre montañas que destilan humedad hasta que comienza a asomar de nuevo el sol y aparecen las primeras casas. Se acerca Mogán. Pero la masificación urbanística aún no es agresiva. Solamente hace las veces de purgatorio. En el limbo se encuentra el puerto de Mogán. Un antiguo y humilde puerto pesquero convertido en marina chic-disney.
6Las dunas de Maspalomas
La masificación llega con las playas de Taurito y Tauro, las únicas vírgenes y naturistas hasta los años ochenta. Aquí, como sucederá hasta la playa de Puerto Rico, la dinamita ha mordido las laderas de las montañas para convertirlas en colmenas para el turismo. Aunque las playas son virginales. Sus originales arenas grises se han trocado en rubias y están atestadas de hamacas y otros artilugios propios de la avalancha veraniega.
Y así, la locura constructiva se irá configurando durante varios kilómetros áridos y soleados (estamos en el Sur) hasta llegar a Maspalomas y la playa del Inglés: las macrourbanizaciones turísticas más veteranas. Junto al faro de Maspalomas siguen creciendo hoteles de lujo de dimensiones faraónicas que obturan el horizonte: algunas empresas parecen haber escapado mediante argucias legales al cupo de camas impuesto por la moratoria de alojamientos turísticos.
Es necesario empaparse de nuevo de belleza; así que, en medio de un maremagno de hoteles, centros comerciales y discotecas, busco con avidez las dunas de Maspalomas. Ahí surgen de pronto como un bálsamo de arena que reconcilia con el mundo. Ante la visión de estos monumentos móviles modelados a golpe de viento, uno logra olvidarse de lo que tiene a sus espaldas. El sol poniente acaricia sus lomos y les proporciona un mayor relieve. Algunos paseantes aparecen como puntos diminutos entre las 403 hectáreas de esta reserva natural especial, rica en insectos sabulícolas y otros pobladores de la arena.
Ya es hora de apresurarse y finalizar este largo recorrido. Enfilando la autopista en dirección a Las Palmas se atraviesan de nuevo barrios de triste hormigón; también polígonos industriales y grandes superficies comerciales. Por fin llego a la ciudad, y allí, el barrio de Vegueta, ya de noche, aguarda con sus calles empedradas, sus rincones íntimos y su calma fresca y colonial. Las palomas de la plaza de la catedral están durmiendo, y los vecinos caminan sin prisas hacia sus casas para cenar. Mañana toca el Museo Colón, con su inequívoco aire ultramarino y aventurero, las construcciones racionalistas del barrio residencial de Ciudad Jardín, y el Museo Néstor, en el Parque Doramas, con la iconoclasta pintura modernista de Néstor Martín-Fernández de la Torre, sus bocetos de escenografías teatrales y sus diseños de tejidos frescos y rompedores.
La isla es redonda como una galleta. Eso la hace apetecible para rodear su perímetro y mordisquearla por los bordes: la mejor forma de apreciar su tamaño y su fisonomía. Gran Canaria es una de las islas más pobladas y deterioradas por una política de urbanismo incontrolado, pero con una orografía contundente que alberga rincones de gran belleza, como son el interior con sus cumbres y sus roques de origen volcánico, los barrancos occidentales y algunas playas como las dunas de Maspalomas. Rodeando su circunferencia se pasa casi sin transición de las aglomeraciones más agresivas a los paisajes más intactos y estremecedores. Ello requiere una jornada completa o dos, si se decide hacer algún requiebro hacia el interior.
1Arucas señorial
Antes de aventurarme por la costa, me acerco hasta la caldera de Bandama, a unos 20 kilómetros de la capital. Desde el pico se divisa una amplia panorámica de la parte oriental de la isla. Decenas de turistas y nativos se asoman al hueco profundo de esta formación volcánica y se admiran de su perfecta circunferencia forrada de vegetación. Solamente una casita asoma en el fondo de este agujero que, puestos a imaginar, se parece a un impacto de meteorito.
Y ahora, tras respirar toda la tibieza voluptuosa de las primeras horas de la mañana, ya es hora de encaminarse en dirección a Agaete. No es que la autovía del Norte sea un dechado de belleza. La panza de burro oprime de lo lindo (el cielo está nublado) y un poco por todas partes aparecen tristes cubos de hormigón sin terminar, en un urbanismo precario que corroe las laderas como un sarampión. A un lado, el océano, con ese azul penetrante insular, y al otro, las viejas coladas volcánicas cubiertas de una rala vegetación xerófila. Pronto se alcanza con alivio la villa de Arucas, que, aunque convertida en ciudad dormitorio de Las Palmas de Gran Canaria, muestra un cogollo histórico señorial, de arquitectura de cal y colores y sillares de basalto. La iglesia de San Juan Bautista, con alardes de catedral y toda ella de piedra negra y florida, es un homenaje al neogótico más fantasioso. El jardín municipal se muestra como un remanso de calma bulbosa y subtropical. Algunos dragos ofrecen su sombra y derraman esa resina tan roja que se la compara con la sangre, y que ya aparecía en los tratados medievales de farmacopea. En pleno parque aún permanece parte de las complejas acequias de piedra que la Heredad de los Regantes, del siglo XV, habilitó para un reparto equitativo de las aguas. En las afueras, el jardín de la marquesa de Arucas, hoy abierto al público, alberga una colección de 2.500 especies tropicales y subtropicales en una puesta en escena de corte romántico, y en mitad de un campo de plataneras despunta un hotel rural de lujo, la Hacienda del Buen Suceso, en el que alimentar sueños coloniales ante un zumo de papaya.
2Quesos y arqueología en Gáldar
De nuevo en la autovía, aparecen indicados Guía y Gáldar, dos poblaciones reputadas por sus quesos. Insuperables, hay que decirlo. Para comprobarlo no hay más que dirigirse hacia los barrios más alejados. Allí, una serie de valles dan la espalda al asfalto, mostrando toda su intacta exuberancia. En el Inciensal y en Las Mesas viven varias queseras dispuestas a contar el secreto de su producción. Sita Mendoza explica que los quesos son de "mixtura", y que se elaboran mezclando leche de cabra, oveja y vaca en distintas proporciones, a gusto de cada cual. El ganado se alimenta casi exclusivamente de pastos, y el cuajo es de leche de baifo (cabrito) o flor de cardo. "La leche de las cabras rinde más que la de vaca, y la de la tierra más que la de afuera, aunque la que más rinde es la de oveja", comenta, mientras que Rosa Díaz se queja de que está más oronda de lo conveniente porque le encanta el tabefe, que es como aquí se llama al requesón. "Para prepararlo", asegura, "es necesario guisar el beletén, que es el calostro de la leche recién ordeñada, y removerlo constantemente con una caña para que no se corte". Desde su casa y la cueva en la que prepara sus quesos, el ronroneo incesante del tráfico rodado queda lejos.
En la ciudad de Gáldar, agarrada a un cono volcánico, se concentra uno de los principales yacimientos arqueológicos de la isla: la célebre Cueva Pintada, cerrada al público desde los ochenta y a punto de ser abierta de nuevo. Se trata de los restos de un poblado prehispánico de casas circulares con sillares de toba, cubierta vegetal y vigas de tea. Rodean una cueva con las paredes pintadas con motivos simbólicos. Era el lugar donde se piensa que se reunía la asamblea del guanarteme, o rey de los aborígenes.
3El puerto de Agaete
Al cabo de pocos kilómetros aparece Agaete, pequeño puerto pesquero con mucha gracia. El océano parpadea y es tan intenso que casi ciega. Un ferry de la compañía Fred Olsen espera a cargar sus tripas de pasajeros para desembarcarlos en Tenerife. El pueblo de Agaete se rodea de casas y chalés adosados, preludio de la masificación. Pero su barrio pescador todavía conserva un sabor marinero de carpintería repintada en azul, barecitos populares con terrazas que miran al mar, un paseo marítimo agradable y un cierto aire beat reciclado. Pintores como Pepe Dámaso o poetas como José de la Rosa mantienen casa aquí para rebajar los agobios urbanos, mientras que los nórdicos se quedan en invierno para dejarse abrazar por el sol. Una buena filosofía la de los europeos jubilados.
Si se mira hacia el sur, la civilización parece haberse parado de golpe. Una fabulosa barrera orográfica ha salvado el resto del litoral de la especulación. El Dedo de Dios. Así llaman al desafiante monolito negro que emerge desde las aguas clamando al cielo. Y cubriéndole las espaldas a Agaete, asoma en la cumbre el pinar de Tamadaba. Hermoso topónimo de resonancias prehispánicas que alberga los ejemplares canarios más singulares.
Tan apetecibles se muestran aquí las montañas que tomo una carreterita hasta el caserío de Artenara. En Fontanales los pastos son tan lujuriosos que parecen suizos. Un señor con sombrero de fieltro y cuchillo canario, don Alfredo Rodríguez, se da a la reflexión junto a la cuneta. Recuerda tiempos pasados mejores y más tranquilos, en que "no hacíamos crisis en estos campos". Le señalo hacia un rebaño que pasta feliz en unas praderías junto a una casa, y me explica que "son corderos y machonas, ovejas que van a parir y no dan leche". En Artenara, las casas cuevas son silenciosas como la piedra y la noche. "Calientes durante el invierno", explica María del Pino, "y fresquitas en verano". Desde allí se contemplan los roques y las cumbres más altas y descarnadas de la isla. Un buen lugar éste para almorzar y beberse la visión grandiosa del paisaje grancanario.
4La aldea de San Nicolás
De nuevo en la costa, una carretera estrecha y vertiginosa conduce a lo más indócil de la isla sobrevolando los acantilados. Mejor no mirar hacia abajo y seguir mansamente al camión que me precede y arrastra su panza sin prisas. La visión es brutal, sobrecogedora. Se atraviesa el barranco de Guayedra, bellísimo, y dan ganas de pararse y recorrerlo a pie. Pero las distancias y las curvas trazan su tiranía, así es que continúo con la ruta establecida.
Según se llega a la aldea, un mar de invernaderos ensucia el amplio valle sobre el que se asienta esta rica población agrícola. Al socaire del puertito, un puñado de bares ofrecen terrazas acogedoras, espaguetis para turistas alemanes despistados y pescado del bueno para quien lo exija. Samas, viejas o salmonetes con papas arrugadas. Y queso tierno del país. Todo ello sin complicaciones culinarias, a la plancha o frito, y acompañado de un mojo verde con cilantro y una cantidad de ajo capaz de levantar el ánimo de un picapedrero.
5En dirección a Mogán
Sigue la belleza en estado bruto y sin limar. De pronto, el cielo se pone borrico y la niebla se hace tan densa que borra las cimas. Las montañas derraman su vomitona basáltica hasta el mar. Están cubiertas de aulagas, verodes y cardones, plantas inquietantes donde las haya, y algún hilillo de agua serpentea entre las fisuras de los barrancos. Ha llovido este año y la naturaleza está verde a rabiar. Las curvas siguen mandando, pero esta vez no culebrean por el borde del mar, sino que se adentran por el interior.
Se atraviesa el hermoso barranco de Veneguera y viene a la memoria la movilización popular y ecologista de hace unos años, que tuvo a la isla empapelada de pancartas que rezaban: "Salvar Veneguera". El último barranco y la última playa intacta de esta isla superpoblada. Esta vez venció la voluntad del pueblo y los proyectos de urbanización masiva se paralizaron, explica Heriberto Dávila, de Ben Magec-Ecologistas en Acción. Buena noticia. En la cabecera del barranco surgen cardones del tamaño de una casa. Son plásticos, escultóricos.
Continúa la ruta entre montañas que destilan humedad hasta que comienza a asomar de nuevo el sol y aparecen las primeras casas. Se acerca Mogán. Pero la masificación urbanística aún no es agresiva. Solamente hace las veces de purgatorio. En el limbo se encuentra el puerto de Mogán. Un antiguo y humilde puerto pesquero convertido en marina chic-disney.
6Las dunas de Maspalomas
La masificación llega con las playas de Taurito y Tauro, las únicas vírgenes y naturistas hasta los años ochenta. Aquí, como sucederá hasta la playa de Puerto Rico, la dinamita ha mordido las laderas de las montañas para convertirlas en colmenas para el turismo. Aunque las playas son virginales. Sus originales arenas grises se han trocado en rubias y están atestadas de hamacas y otros artilugios propios de la avalancha veraniega.
Y así, la locura constructiva se irá configurando durante varios kilómetros áridos y soleados (estamos en el Sur) hasta llegar a Maspalomas y la playa del Inglés: las macrourbanizaciones turísticas más veteranas. Junto al faro de Maspalomas siguen creciendo hoteles de lujo de dimensiones faraónicas que obturan el horizonte: algunas empresas parecen haber escapado mediante argucias legales al cupo de camas impuesto por la moratoria de alojamientos turísticos.
Es necesario empaparse de nuevo de belleza; así que, en medio de un maremagno de hoteles, centros comerciales y discotecas, busco con avidez las dunas de Maspalomas. Ahí surgen de pronto como un bálsamo de arena que reconcilia con el mundo. Ante la visión de estos monumentos móviles modelados a golpe de viento, uno logra olvidarse de lo que tiene a sus espaldas. El sol poniente acaricia sus lomos y les proporciona un mayor relieve. Algunos paseantes aparecen como puntos diminutos entre las 403 hectáreas de esta reserva natural especial, rica en insectos sabulícolas y otros pobladores de la arena.
Ya es hora de apresurarse y finalizar este largo recorrido. Enfilando la autopista en dirección a Las Palmas se atraviesan de nuevo barrios de triste hormigón; también polígonos industriales y grandes superficies comerciales. Por fin llego a la ciudad, y allí, el barrio de Vegueta, ya de noche, aguarda con sus calles empedradas, sus rincones íntimos y su calma fresca y colonial. Las palomas de la plaza de la catedral están durmiendo, y los vecinos caminan sin prisas hacia sus casas para cenar. Mañana toca el Museo Colón, con su inequívoco aire ultramarino y aventurero, las construcciones racionalistas del barrio residencial de Ciudad Jardín, y el Museo Néstor, en el Parque Doramas, con la iconoclasta pintura modernista de Néstor Martín-Fernández de la Torre, sus bocetos de escenografías teatrales y sus diseños de tejidos frescos y rompedores.
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