El hijo de las palabras
Aunque en verdad las palabras no tengan hijos, todo -buen- escritor es hijo de las suyas, aunque sólo lo sea de las propias. En este sentido Francisco Umbral, autor de más de cien libros y treinta y cinco mil artículos, publicados en casi medio siglo y cargado de toda suerte de premios y honores, las ha trabajado sin descanso hasta colocarse en uno de los lugares centrales de las letras españolas de nuestro tiempo. No es un escritor tan sólo sino algo más, una máquina de la escritura, un monstruo literario que no para de brotar, en resumidas cuentas un caso clínico irremediable. Pero esa misma definición, a la que tiene legítimo derecho, suscita siempre la pregunta final: ¿cuál es -y será- entonces su verdadera importancia literaria, cuál su auténtico lugar final en el contexto de la literatura y la historia contemporáneas de nuestro país, que tan violenta y masivamente han sido arrolladas por su figura y su obra? He conocido su escritura desde el principio, la he seguido desde entonces, aunque su repetición y su insistencia haya hecho que la abandone paulatinamente, mientras él seguía su camino solo, inalterable al desaliento, inasequible a toda influencia ajena, a todo consejo que se le dedicara, pues hasta llegó a molestarse -y así me lo dijo- ante las reservas que le opuse a su capacidad real como novelista. Y aunque hoy su carrera nos haya aplastado a todos quizá rectificaría alguno de mis reproches de entonces, prefiero quedarme con sus virtudes de gran escritor, pues hoy ya no creo tan firmemente como entonces en lo que deba -o no- ser una novela propiamente dicha. Creo que Umbral ha sido siempre un gran periodista -o escritor en periódicos- y un poeta mediano que se ha volcado con una prosa total en un género que nunca ha dominado del todo -la novela- llevado por una ambición y un egocentrismo absolutos.
FRANCISCO UMBRAL. EL FRÍO DE UNA VIDA
Anna Caballé.
Espasa Calpe. Madrid, 2004
424 páginas. 19,50 euros
Umbral es un escritor total,
que ha intentado hasta la exasperación conciliar autobiografía y realidad sin ser nunca realista. Más que autobiográfico es un autorretratista confuso y manipulador que ha creado su propia figura en lucha siempre contra sí mismo, y ése es el enigma que ha fascinado a Anna Caballé, buena profesora de literatura autobiográfica, al final frustrada al ver que su gran tema, Umbral, no ha hecho más que mentir sin parar, o al menos oscurecer su historia misma, manipularla sin parar, en función de la creación de su propia imagen. ¿Y por qué? Caballé rastrea la razón en el nacimiento y la primera infancia del escritor, hijo ilegítimo de madre soltera (a la que siempre llamó tía) y padre desconocido, nacido en el hospicio de Madrid el 5 de mayo de 1932, bautizado con sólo los apellidos de la madre, educado por un ama de cría y finalmente recriado en Valladolid en el seno de su humilde familia materna. Aunque su madre era mecanógrafa y funcionaria por oposición del ayuntamiento, las dificultades de la dura posguerra hicieron lo demás hasta convertir a un niño sin padres, chico de los recados de un Banco (también por concurso), en un lector de poesía autodidacta que se iba a trazar un plan inconmovible para llegar a ser el monstruo literario que hoy es, devorándolo todo a su paso como un omnívoro caníbal.
No es de extrañar que los intentos de rastrear la vida real de Umbral -a lo que incita su obra entera- haya provocado en Anna Caballé (freudiana de origen y seguidora de los modelos de Philippe Lejeune en El pacto autobiográfico) la frustración de sus relaciones con su personaje. Bien es verdad que no había tales secretos, que algunos lo eran a voces -salvo el hueco sobre su padre y familia paterna que lo sigue siendo- y que todo desembocó, tras unas primeras publicaciones universitarias sobre el tema, en la ruptura entre ambos, lo que quiere decir que Umbral sigue manipulando su figura, que no hay en él pacto autobiográfico que valga, sino confusión y manipulación hasta el final, hasta el Premio Cervantes 2002, concedido en medio del escándalo que todos sabemos, lo que motivó la frase de su patrón Pedro J. Ramírez -"nos has costado más que el indulto a Liaño"- que colocó todo bajo el color de la política, más que de la literatura. Algo que el propio Umbral subrayó enseguida desde el abismo de su inmensa vanidad: "Sí, pero hemos ganado". Y así coincidía el mayor triunfo de Umbral con el principio de su desprestigio. "Hoy (dice Caballé, que siempre intenta ser objetiva y no le regatea elogios) Umbral es un escritor a la deriva".
Y sin embargo, no puede de-
cirse que Umbral sea un mal escritor: sería una blasfemia. Se ha construido a sí mismo con sus propias palabras, aunque a veces no sepa bien lo que dice, acumulando mentiras, y desatinos, arbitrariedades, ataques que van del despiste a la revancha pura y simple, de las más inesperadas traiciones (de García Nieto a Cela, su declarado maestro y quien más hizo por él) a la mera grosería. Pero tal avalancha de escritura impresiona, de verdad, y a veces nos lleva a raras profundidades: Mortal y rosa (memorias), ensayos como su Trilogía de Madrid o el que dedicó a Gómez de la Serna, o La noche que llegué al café Gijón, o mentiras infamantes como su Leyenda del César visionario (un premio de la Crítica que yo no voté). No es un "señor de las palabras" (así denominé a Cela) sino su hijo (a veces ilegítimo, pero poco importa según Marthe Robert en Orígenes de la novela y novela de los orígenes) que impresiona por su poderío torrencial, pero no convence por repetitivo, estático, porque es una narratividad sin acción ni dinamismo alguno. Muestra como nadie los límites de la prosa, porque las palabras, si mienten (que siempre lo hacen) nunca deben parecerlo, y este hijo de las palabras es siempre demasiado transparente, y más todavía cuando gana o piensa que ha ganado. Anna Caballé lo compara con Quevedo, que asimismo era bastante mala persona y también tenía mucho frío, pero ¿acaso no hay alguna diferencia? Lo peor de este libro es su descripción del erotismo en Umbral, el hombre que siempre huyó del amor, incluso cuando lo practicara para contarlo. Es todo demasiado verbal, sin erotismo de verdad y sus mujeres son menos reales de lo que quieren parecer aunque lo sean (la suya legal nunca aparece en su obra). Pero bueno, tampoco andamos tan sobrados de buenos trabajadores de una prosa que es lo único que nunca maltrató, aun cuando a veces le haya sobrado para lo que tenía que decirnos.
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