Estadillo de inteligencia
Nacido de la mano de un escritor, Kan Shimozawa, y protagonista, entre 1962 y 1989, de nada menos que 26 películas, el personaje de Zatoichi, El Lobo Blanco, un samurái ciego que, como los grandes pistoleros del Oeste americano, recorre Japón impartiendo justicia, es a estas alturas todo un clásico de la cultura popular nipona. Resulta curioso que un Takeshi Kitano en el cenit de una carrera haya aceptado un encargo que aparentemente se aleja de sus preocupaciones estéticas, para rodar con un personaje estereotipado su primer filme de época.
Y más extraño parece, en una primera y rápida visión, el que acepte todas las convenciones anexas al personaje: las anteriores películas protagonizadas por Zatoichi incluyen tanto trabajados duelos a katana como números musicales, y hacen de la infalibilidad del personaje con las armas en la mano su misma razón de ser. Y, sin embargo, una visión más tranquila de Zatoichi nos permite ver la brillantez, la inteligencia y el sentido del humor que recorren centralmente todo el filme, hasta hacer de él toda una lectura llena de contradicciones y gozosos subrayados, al tiempo que una irónica revisitación de todos los ítems del cine de samuráis, violencia incluida.
ZATOICHI
Dirección: Takeshi Kitano. Intérpretes: Beat Takeshi, Tadanobu Asano, Michiyo Oguso, Yui Natsukawa, Guadalcanal Taka, Daigoro Tachibana. Género: aventuras, Japón, 2003. Duración: 115 minutos.
Tiene Zatoichi la apariencia de un filme de aventuras -que lo es-, pero en el cual, de repente y sin venir a cuento, irrumpen algunos elementos extraños: unos campesinos que parecen estar arando un campo se convierten en rítmicos músicos que golpean la tierra con sus instrumentos de labranza; brotes de humor casi surreal, en los que se aprecia la honda querencia que Beat Takeshi, el seudónimo con el que Kitano actúa, siente por sus orígenes en aquel humor amarillo que llegara a nuestras pantallas televisivas hace ya algunos años. Y una clausura del relato como en un musical del Hollywood clásico, con toda la troupe, muertos incluidos, bailando un prodigioso, increíble claqué con zuecos de campesinos.
Todo esto, claro está, aderezado con los ingredientes del cine samurái, los duelos, los estallidos de sangre que, en Kitano, como en alguno de sus discípulos aventajados, como el Quentin Tarantino de Kill Bill, volumen 2, que tanto tiene que ver con ésta, borran sus perfiles siniestros en una coreografía tan formalmente virtuosa como al final imposible, tan aparatosa y teatral como irreal y estilizada. Algunos colegas ven en esos estallidos de violencia algo así como la banalización del Mal; otros, más simplemente, la vemos como una convención propia de este tipo de películas.
Prodigiosamente narrada, irónicamente recorrida por unas convenciones que se reescriben de secuencia en secuencia, para llevarlas a un terreno autoral más cercano a las intenciones y a la trayectoria anterior de Kitano, Zatoichi sirve para que su director siga ampliando el abanico de opciones genéricas y temáticas que su cine va recorriendo lentamente. Y para demostrar que Kitano es capaz de destacar en cualquiera de los empeños que asuma: por si quedaban dudas, su dominio técnico de la filmación de un musical resulta sencillamente abrumador. Y a la postre, Zatoichi es algo más que una película de acción y virtuosismo: es como una de palomitas e infantil disfrute, de ésas que nos hacen recordar el siempre añorado cine de nuestra ya lejana infancia.
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