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Chirridos en la bisagra

Como no podía ser de otro modo, la marmita política catalano-española sigue hirviendo a expensas de las consecuencias, las derivaciones y los aprovechamientos del caso Carod. Y paradójicamente, al menos de momento, el partido más afectado por la crisis no parece ser aquel que la desencadenó, sino el socialista; mientras que en Esquerra Republicana las fisuras y las discrepancias internas -si las hay- permanecen bloqueadas por el instintivo cierre de filas ante la tempestad, en la nave del socialismo peninsular cunde cierto clima de sálvese quien pueda, la bisagra que une al PSC con el PSOE soporta una tensión inédita e incluso ha corrido, en algún momento, el riesgo de descoyuntarse.

Sin embargo, en unos tiempos en los que está de moda acusar a Josep Lluís Carod hasta de la muerte de Manolete, permítanme subrayar que, a mi juicio, buena parte de los problemas que está evidenciando la articulación entre el socialismo catalán y el español no son imputables a la escapada perpiñanesa del líder de ERC, sino que derivan del modo en que aquella articulación fue concebida y, más aún, de los vicios que su funcionamiento ha adquirido a lo largo de 25 años.

Sí, es indudable que cuando, en julio de 1978, los socialistas catalanes de distintos orígenes se unieron en un solo partido federado con el PSOE, estaban convencidos -resultados electorales en mano- de alcanzar el gobierno mucho antes que sus correligionarios de allende el Ebro. No obstante, primero la sorprendente victoria de Pujol y después el asombroso suicidio de la Unión de Centro Democrático iban a trastocar tales augurios: fue el PSOE el que ganó la carrera del poder y se instaló al timón del Estado por casi tres lustros, mientras el PSC permanecía empantanado en la siempre ingrata labor opositora. Fueran cuales fuesen los términos jurídicos del Protocolo de unidad de 1978 y del acuerdo de federación con el PSOE, esta disparidad de posiciones políticas tan larga en el tiempo determinó una relación desigual, jerarquizada. Por descontado, el socialismo catalán contribuyó con muchos y valiosos cuadros a la gobernación de España entre 1982 y 1996, pero el grupo parlamentario del PSC en el Congreso desapareció sin dejar rastro, y Felipe González obró siempre, con relación a Cataluña, muy al margen de cuáles fuesen las conveniencias tácticas de los suyos aquí: lo mismo en 1984 -llevando a los tribunales el caso Banca Catalana- que en 1992 -prodigando las deferencias públicas a Pujol un mes antes de que Raimon Obiols se midiese con él en unas autonómicas- o en 1993, cuando el acuerdo de legislatura PSOE-Convergència i Unió dejó al PSC en una incomodísima tesitura. Aunque no me consta que nadie lo dijese en voz alta, estoy seguro de que muchos, en la madrileña calle de Ferraz, pensaron durante esos años: "¡Pero qué quieren éstos, si ni siquiera son capaces de ganar a Pujol!".

A partir de 1996, el paso del PSOE a la oposición, su posterior crisis cefálica (Felipe, Almunia, Borrell, Almunia) y su marcha inexorable hacia la derrota de 2000 equilibraron como nunca la relación con el PSC, relación favorecida además por la existencia de un adversario común -el pacto PP-CiU- contra el cual era posible desplegar, en Madrid y en Barcelona, el mismo discurso. Luego, la coincidencia cronológica entre el frágil reinado de Rodríguez Zapatero allá y el fuerte liderazgo de Maragall acá, y las expectativas electorales abiertas con la retirada de Pujol, parecieron invertir las tornas: ¿iba a maragallizarse el PSOE, a convertirse en la sección española del PSC?

Es probable que el mero e inédito hecho de gobernar Cataluña al tiempo que sus homólogos continúan en la oposición al PP ya hubiese bastado para sembrar la relación PSC-PSOE de tensiones programáticas y escaramuzas dialécticas. Si además resulta que el trono de Maragall se levanta sobre el pedestal puesto por un partido independentista y republicano, los recelos y suspicacias se multiplican; hay que recordar que la propuesta de Rodríguez Ibarra de excluir a los nacionalistas del Congreso y la elección por Zapatero de un comité de notables sin nadie del PSC son anteriores a la crisis de la pasada semana. Cuando, con el estallido de la bomba Carod, surge en Ferraz la sensación de que los intereses del tripartito catalán ponen en peligro las posibilidades del socialismo español, entonces es la guerra.

La guerra, sí. ¿De qué otro modo cabe calificar esos tanteos desde Madrid a algún alcalde metropolitano con vistas a una "refundación" del PSOE en Cataluña? ¿Y la grosera intromisión en asuntos cruciales de la política catalana a cargo de un Rodríguez Ibarra ("yo creo que Carod Rovira no debe volver, no puede volver y no volverá al Gobierno de la Generalitat"), de un José Bono ("eso sería una burla a Zapatero"), incluso del propio secretario general socialista, contradiciendo abiertamente lo manifestado por el presidente Maragall? ¿Y el gesto de Manuel Chaves cancelando una entrevista con éste, como si el titular de la Generalitat fuese un apestado? El rechazo categórico de los alcaldes arriba aludidos a la operación que se les sugirió en momentos de pánico es algo que les honra. Pero el sueño de un PSC paleoizquierdista, simple federación regional del PSOE más jacobino posible, un PSC presuntamente victorioso a lomos del mítico "electorado obrero y castellanohablante que se abstiene en las autonómicas", este sueño sigue vivo entre nosotros y ha tomado aliento en los últimos días; dan fe de ello, sin ir más lejos, las páginas de opinión de EL PAÍS del pasado martes.

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De momento, ese personaje cada vez más clave que es José Montilla ejerce de apagafuegos, templa gaitas, combina las amonestaciones a Carod con las desautorizaciones a Bono o Rodríguez Ibarra y afirma -cito de un titular de prensa- que "el PSC está más unido y es más autónomo que nunca". Ojalá, porque le va a hacer falta.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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