Reclamar a Moscú
La desenvoltura con la que el presidente Bush pide que le aclaren por qué no sabía que no había armas de destrucción masiva en Irak; la similar facundia con que Tony Blair es inocente de todo menos de invadir el mencionado país; el sosiego con el que Aznar asegura que España sólo cumplía el mandato de la ONU al embarcarse en esa operación; pero, también, la condena a diez años de inhabilitación para asumir cargo público del ex jefe de Gobierno francés, Alain Juppé, tienen su origen en el fin de la Unión Soviética.
La existencia de un Estado moscovita, que era traducido en Occidente por las maquinarias normativas de sentido como amenaza inminente, creaba partidos -la Democracia Cristiana en Italia-, respaldaba sistemas racistas -Sudáfrica-, apuntalaba dictaduras de antiguo régimen -España y Portugal- y se resumía en un gran síndrome, injustamente bautizado de finlandés, que daba lugar a una cierta regimentación de la sociedad. La proximidad de los nuevos tártaros hacía que se le ahorrara al gobernante más de un escrutinio, y que se aplaudiera a Washington como secretario del despacho universal.
La desaparición de la URSS, en cambio, ha liberado una doble pulsión, de distinto signo, pero que no se entorpece entre sí, porque opera a niveles perfectamente separados.
En el corte de la sociedad más próximo al ciudadano, el mutis enemigo permite una libertad anteriormente desconocida. Por fin, un tribunal francés halla un gran culpable por el desaguisado de los dineros del Ayuntamiento de París que servían para financiar partidos, o pagar vacaciones. Y el que la onda no haya llegado a su destino natural, el presidente Jacques Chirac, es más coyuntura francesa que limitación de la teoría. En la guerra fría esas cosas tenían que pasar.
Pero esa pugnacidad para perseguir lo cercano se resuelve, diferentemente, en el nivel más alto, dando la máxima latitud de acción a los gobernantes de este mundo.
Así, cuando el encargado de la búsqueda de armas de destrucción masiva dice que no encuentra más que espingardas, Bush permite que se cree una comisión para que le expliquen por qué no le explicaron bien las cosas. Y el propio David Kay, rastreador jefe de programas nucleares, en un prodigio de contorsión lingüística, llega a afirmar que los servicios de información le deben una disculpa al presidente -¿y a Sadam?- por haberlo inducido a engaño. Igualmente, Blair da paso a una comisión para que investigue si dijo la verdad cuando aseguraba no haber maquillado su correspondiente informe. Miniaturizado así el concepto de verdad, es fácil salir airoso de casi cualquier prueba.
Y es totalmente irrelevante que cualquier lector atento de la prensa no asimilada al poder llegara en su día a la conclusión de que las armas eran sólo una excusa que, como ha documentado en un libro el ex secretario del Tesoro Paul O'Neill, la Casa Blanca hubiera decidido atacar, con armas o sin ellas, ya antes del propio 11-S. Los dirigentes occidentales y, sobre todos ellos, el líder de todos los líderes, gozan hoy de una libertad para llevar a cabo sus designios como no habían conocido cuando existía el Moscú comunista.
Aznar parece un buen ejemplo de que a su nivel cuenta, igualmente, con un acrecentado margen de maniobra. Repitió inicialmente las mismas vaguedades que le habían servido al presidente norteamericano para vender la invasión de Irak; derrocado ya Sadam, dijo con impavidez que la nueva resolución del Consejo de Seguridad legitimaba la intervención, por si cabían dudas sobre lo que permitía la primera, y, con la mayor naturalidad rehuye el debate sobre la razón de por qué hoy mueren españoles en Irak.
La explicación radica en que, si bien la opinión del mundo desarrollado abomina de la guerra, parece distinguir entre los asuntos-Juppé, que son los que cuentan para el voto, y los paseos militares que quizá, salvo en caso de gravísimo derramamiento de sangre, deciden poco. Así aparece ese doblete de libertad y desenvoltura que trae la muerte del comunismo. Los líderes están marcados por abajo, pero obran impunes por arriba. Sólo el mundo árabe pierde por arriba y por abajo.
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