Justicia 'versus' caridad
Aunque los foros de Davos y Bombay sean capaces de reunir a millares de expertos procedentes de todo el mundo para encontrar soluciones a la economía neoliberal, que margina cada vez más a ciertos sectores de la sociedad, y haya especialistas, de reconocida solvencia, empeñados en denunciar reiteradamente que la humanidad no puede ni debe cerrar los ojos ante el grave estado de millones de personas obligadas a sobrevivir en condiciones de pobreza y exclusión social, algunos representantes empresariales pretenden asfixiar estos gritos de alarma propugnando soluciones que únicamente servirán para elevar el número de desfavorecidos y agravar más su desesperada situación.
En este marco debemos situar la propuesta de Manuel Azpilicueta, presidente del Círculo de Empresarios, cuya sensibilidad social pasa por proponer la privatización de todos los sistemas de atención (sanidad, educación, trabajo...) y ofrecer la gratuidad de los mismos únicamente para los pobres. La fórmula de Azpilicueta y los asociados a sus ideas nos traslada a épocas en las que prevalecía la caridad, desde el medievo hasta bien entrado el siglo XX, en detrimento de la justicia, sin advertir que medidas de este caletre fueron felizmente superadas -aunque costaron sangre- por razonamientos empresariales más progresistas y, sin duda, más inteligentes.
Frente a apaños asistenciales de dudosa constitucionalidad -la Carta Magna reconoce los derechos mencionados y no establece distingos en su percepción entre ricos y pobres, e incluso el Gobierno del PP, alegando esta razón, quiere sancionar a las autonomías que eleven las pensiones de vejez más allá de los límites establecidos-, impulsados desde organizaciones de marcado carácter conservador amén de elitista, incapaces de ver que la fractura social se engrandece por momentos y que la fuerza de su gravedad nos tragará a todos, conviene aplicar políticas que apuesten sin reservas por una medicina pública que prevenga enfermedades -a menos bajas más rentabilidad-, una educación, también pública, que forje ciudadanos convenientemente preparados para integrarse, sin complicaciones (sin desconocimientos académicos, técnicos y profesionales que conducen al paro), en el mercado laboral, puesto que está demostrado, hay pruebas fehacientes, que la creciente exclusión social no se resuelve a base de limosnas y sopa boba.
Así pues, ante los globalizadores de la miseria deben emerger propuestas solidarias capaces de evidenciar que las políticas sanitarias, educativas y laborales justas son más rentables, incluso económicamente, que las que procuran estatus de privilegio social. En este sentido, no es ocioso preguntar a los conservadores más recalcitrantes cuánto cuesta la factura de la pobreza y hasta dónde se podrá contener el empuje de los que no tienen nada que perder.
Tampoco es ocioso observar los métodos que aplican alrededor
de 200 empresas y entidades -algunas de tipo religioso que, como Juan XXIII, relegan la caridad en favor de la justicia- de inserción social que operan en Cataluña para atender a casi un millón de pobres, parte del universo que quiere graciosamente favorecer Azpilicueta, con objeto de propiciar, mediante iniciativas ejecutadas de manera proactiva y en contraste con las costosas políticas asistenciales que se aplican comúnmente, la posibilidad de que cientos de personas puedan acceder en condiciones dignas y competitivas al mercado de trabajo, paso indispensable para no depender en exclusiva de la generosidad de empresarios expertos en conseguir rentabilidad mediante eso que eufemísticamente llaman economía de mercado. Analizar los resultados que obtienen estas organizaciones que actúan con personas en situación de riesgo social, desde parados de larga duración hasta perceptores de rentas mínimas, puede deparar sorpresas estimulantes incluso para partidarios de aplicar la tan en boga deslocalización empresarial para mejorar la cuenta de explotación de sus negocios.
Víctor López es economista, miembro de la ACEI (Coordinadora Catalana d'Empreses d'Inserció).
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