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El error Carod

Xavier Vidal-Folch

La crisis desencadenada por el ex conseller en cap de la Generalitat Josep Lluís Carod Rovira al entrevistarse con una delegación de ETA nada tiene que ver con sus buenas intenciones. Nadie de quienes le conocen medianamente, incluido quien esto firma, las pone en cuestión. Aunque algunos sospechen a posteriori que el episodio habría pretendido recuperar el entusiasmo de algunas de sus bases independentistas descontentas por haberse aliado con un "partido español", como el socialista, ni una sola voz le acusó ayer de ello en su comparecencia.

Y menos aún tiene que ver con el aparente contenido sustancial del asunto, el hecho de dialogar con unos, por ahora ignotos, dirigentes etarras. Prácticamente en toda guerra, incluida la guerra subversiva y terrorista, en algún momento se dialoga y se negocia, de forma directa, indirecta o pluscuamperfecta. Como resumió el arzobispo Desmond Tutú, "la paz se hace con los enemigos y no con los amigos". El Gobierno del PSOE negoció en Argel. El del PP, en Zúrich, y por cierto, cuando en tiempos de tregua el mismísimo José María Aznar calificaba a la banda terrorista de Movimiento de Liberación Nacional Vasco. El causante, y primer afectado por la tormenta de Perpiñán, acierta al recordarlo, aunque esas citas no sean comparables a la suya. Todo dirigente político (aunque no el ciudadano de a pie) que se escandalice por el hecho de dialogar con asesinos o es un desmemoriado, o un estúpido, o un hipócrita. El problema no es de principios.

El problema radica en el procedimiento, pues el diablo habita en los detalles: en el quién, el cómo, el cuándo. Las buenas intenciones acarrean pésimas consecuencias para la causa de la paz si se incumplen las reglas, escritas y tácitas, de este procedimiento. Porque al cabo, lo sustancial de la civilización frente a la barbarie, del Estado de derecho frente a las dictaduras, es el respeto de las normas. Lo principal, contra lo que creen los buenistas aficionados, es el procedimiento. Por desgracia, y pese a las simpatías que suscitan sus propósitos entre "la bona gent", el dirigente republicano ha conculcado las reglas, y ahí está su error. Veamos:

El quién. El interlocutor directo nunca debe ser un gobernante en ejercicio del país, al menos hasta el momento en que sea verosímil alcanzar los acuerdos oportunos, hasta el último cuarto de hora, no ya del diálogo, sino de la negociación: ni González fue a Argelia, ni Aznar a Suiza. De lo contrario, se compromete peligrosamente a la institución que se representa. Carod era un gobernante en ejercicio cuando acudió a Perpiñán. Pero la regla no acaba ahí. El interlocutor debe estar específicamente legitimado para esa tarea. Constitución en mano, quien ostenta la legitimación directa es el Gobierno central, el único plenamente competente, no sólo en virtud de la norma, sino porque se presume que es quien atesora el máximo caudal de información útil sobre el asunto. Los demás -los Gobiernos autonómicos- pueden y deben cooperar, proponer, influir, recibir de aquél una delegación para ciertas actuaciones, pero no arrogarse sus funciones. El líder de Esquerra carecía de legitimación. La ingenuidad, la vanidad o la simple expectativa de repetir sus reconocidos éxitos como intermediario y arquitecto (junto a Àngel Colom) en la desactivación de la banda terrorista Terra Lliure, en 1991, constituirán quizá explicaciones o atenuantes de ayer para hoy. Pero entonces, ni Colom ni Carod eran responsables como gobernantes.

El cómo. Los procesos solventes de negociación emprendidos hasta ahora han conllevado una regla tácita para el protagonista legitimado, la búsqueda de complicidades políticas que amplíen de facto su legitimidad de origen. Así, por ejemplo, la existencia del diálogo de Argel fue conocida -de forma restrictiva y discreta- por dirigentes de la oposición y otros personajes de relevancia social. Además, toda operación de diálogo o negociación debe diseñarse bajo el equilibrio de dos polos, el riesgo y la prudencia. Cuando ese equilibrio se rompe, el fracaso, y la consecuente puesta en peligro de muchas más cosas que la propia persona del interlocutor, está servido. En este caso, todo ha sido riesgo, y nada prudencia, como se demuestra por el principal resultado cosechado: haber otorgado a la banda, que estaba progresivamente arrinconada en lo operativo y en lo político, un balón de oxígeno en forma de presencia al menos virtual, lo que le otorga una apariencia de poderío (y por tanto, de influencia pública) completamente discordante con su realidad, casi exangüe.

El cuándo. Una negociación verosímil se puede emprender cuando existen indicios suficientes de la existencia de la voluntad de los terroristas de cejar en sus matanzas, para discutir sobre las modalidades de abandono de la violencia y las circunstancias conexas. Quien pretenda negociar antes de eso, se arriesga a fortalecerla; quien lo haga demasiado después, incumplirá su deber de detener cuanto antes la violencia. El propio Carod comprobó en Perpiñán que la cúpula de ETA desecha una nueva tregua, con la que quizá soñaba como regalo de Reyes Magos (la cita fue la antevíspera). Pero esa interesante constatación no es monopolio del bienintencionado republicano. Figuraba ya en los anaqueles del PNV y de los responsables de la lucha antiterrorista.

El segundo gran problema de este asunto consiste en la deslealtad objetiva del líder republicano. Es una paradoja, pues Esquerra había reclamado enfáticamente a PSC y CiU, como condición para formar Gobierno, la imperiosidad de un comportamiento leal, plasmado, por ejemplo, en que votasen de igual manera en los distintos foros ejecutivos y parlamentarios. Conviene subrayar el calificativo de "objetiva" -es decir, de facto- porque Josep Lluís Carod no es subjetivamente consciente de haberse comportado deslealmente. Nadie creíble, es decir, no perteneciente a la caverna político/mediática (ni siquiera la oposición, ni Pasqual Maragall, que tanto le ha reprendido), le ha imputado intenciones torcidas.

Su justificación inicial, parcialmente corregida ayer, según la cual acudía a la cita en su condición de líder de su partido y no en la de conseller en cap, resultaba infantil. Ello es obvio, aunque quizá no sea redundante recordar a la masa bienpensante, tan abundante en la pacífica Cataluña, el porqué. Ontológicamente, porque un dirigente político (en realidad, toda persona) no puede diseccionar sus distintos atributos e identidades superpuestas con bisturí de cirujano: podrá llevar distintos sombreros, pero exhibirá una única cabeza. Pública y políticamente, porque las actuaciones en un ámbito influyen o contaminan las de otros. Incluso el director de una empresa que se enfrenta a un grave problema fiscal privado debe informar de ello, enseguida, a su consejero-delegado, porque amenaza con empañar la fama de la compañía, apareciendo en los papeles, aunque sea en su condición privada de contribuyente y no en la de directivo. ¿Tan complicado resulta entender esto?

Pues bien, la deslealtad en estecaso ha sido de un alcance cósmico. Deslealtad al presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, a quien no informó previamente. No le informó tampoco el día después del encuentro, buscando resolver ex post el drama inevitable o al menos su cobertura personal. No le informó siquiera en la noche del domingo día 25, cuando ya sabía que un periódico lo haría público al día siguiente, y en cambio había dado oportuno parte de ello a una heteróclita nómina de frailes con anorak, sociólogos de bolsillo y abogados radicales, con prioridad (fallo adicional) respecto a sus propios compañeros de Esquerra Republicana. Deslealtad, en consecuencia, a la institución que en alta posición encarnaba, el Ejecutivo autónomo. Y deslealtad al Gobierno central, legítimo acreedor a recibir cualquier información política útil en la lucha antiterrorista: que Aznar haya mellado la convivencia institucional característica de todo el edificio diseñado en la Constitución, al ignorar al Gobierno vasco y al ningunear a los demás ejecutivos autónomos, o al lanzar leyes de polémico encaje en la Carta Magna, no es excusa para que otros sigan su ejemplo a la inversa, porque es demócrata quien respeta las reglas de juego aunque otros las empleen pro domo sua, las releguen, o las conculquen.

Las torpezas y frivolidades que adornaron el episodio no hacen sino subrayar el asunto central de la deslealtad política. ¿Con qué garantías sobre sus interlocutores acudió a la capital del Rosellón? ¿Con qué garantías sobre su seguridad, que no era sólo la del líder de partido, sino la de un gobernante electo? ¿Calibró la eventualidad de ser detenido por la Gendarmerie, y los efectos derivados de la misma, no ya sobre Esquerra, sino sobre la Generalitat (pues ésa, que era un gobernante catalán, habría sido la noticia), y por extensión, sobre Cataluña? ¿Acaso no previó que, como había sucedido en 2001, cuando su polémico contacto con Arnaldo Otegi, la celebración de esta reunión se filtraría, como ha sucedido con otros encuentros de ETA, normalmente a iniciativa de ésta? ¿Creía que controlaría el calendario?

El error Carod, por desgracia, no se agota ahí. Porque su resultado entorpece algunos grandes objetivos de su partido y de la coalición de la que forma parte. En efecto, recoloca a ETA, la cuestión terrorista y el problema vasco en primera línea de actualidad, en detrimento de la pretensión catalana de abrir espacio en la agenda general, de forma positiva, a Cataluña, la profundización autonómica y la España plural. Y desacredita o rebaja la posibilidad de convertir el paisaje sociopolítico catalán en terreno futuro de encuentro para otras posibles tentativas, serias, en pro de la paz. De hecho, la iniciativa sólo ha acarreado un efecto colateral interesante: ha generado una dinámica inevitable de identificación y denuncia contra el aprovechamiento partidista oficial del combate antiterrorista.

Ahora, el líder de Esquerra se apresta a configurar su campaña a las legislativas en torno a la "lucha por la paz" a través de un etéreo "diálogo". ¿Como el de Perpiñán? Esta inconcreta y dulce música atrae más la sensibilidad de muchos demócratas de estirpe que la áspera letra de las reduccionistas leyes de los Gobiernos de Aznar relativas al asunto y a su estrategia vasca, obsesionada en amalgamar a terroristas, nacionalistas o simples discrepantes. Pero en realidad, en ausencia de una estrategia coherente y procesalmente solvente, no supone sino el enfoque inverso del utilizado por el PP, la utilización electoralista del principal drama español. Contra tanto simplismo, conviene recordar que las experiencias históricas en este país, y en otros, demuestran que no sólo con policía se extirpa el terrorismo. Ni tampoco sólo con política.

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