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SAQUE DE ESQUINA
Columna
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"Good luck, quillo"

José Antonio Reyes dejó Sevilla como Boabdil El Chico abandonó Granada: volvió la cabeza y se fue llorando. "Espero volver algún día", dijo entre sollozos, con un lastimero acento de deportado. Su desazón era tan natural como su juego; separar del barrio a alguien tan genuinamente andaluz equivalía a distanciar de la lámpara al genio.

Sin embargo no había otro remedio que afrontar el cambio: los actuales códigos de la bolsa muscular hacen imposible que un club español dedique más allá de 12 millones de euros a darse un capricho en el mercado interior. Y, puesto que en la Liga los juguetes caros son siempre artículos de importación, alguien como él sólo podría hacer fortuna si algún excéntrico mecenas extranjero acordaba llevárselo a su propio circo.

En cierto sentido, no estaba en disposición de quejarse: al menos, se alistaría en el Arsenal, uno de los clubes más dinámicos de las Islas; alternaría con Thierry Henry, Patrick Vieira o Robert Pires, los intérpretes más cotizados de la Premier League, y se enfrentaría al Manchester United, al Chelsea, al Leeds, al Totenham Hotspurs o al Liverpool, la más ilustre corte de pioneros del circuito mundial.

Antes, por supuesto, tendría que adquirir algunas de las rutinas obligatorias para un transeúnte en la City: se pondría en contacto con su coleguita Lauren y le pediría media docena de nombres de restaurantes, cines, pubs y galerías comerciales. Es decir, media docena de excusas para olvidar, siquiera un momento, las noches de Sierpes, el sabor del jamón de bellota, la guasa de los biris, el paso de los costaleros y los aromas profanos de la feria.

Luego, su estilo se acoplará fácilmente a los gustos locales. Saltará a Highbury, escuchará el zureo envolvente de los hoolligans, con su proximidad extrema, sus cánticos de ceremonia y cierto vago olor a cerveza, y pedirá la pelota al claro. Allí empezará lo mejor de su aventura de futbolista.

A partir de entonces, todo le será tan fácil como encontrar el plano de Triana o tocar las palmas a compás. Al fin y al cabo, su habilidad nunca se ha correspondido con un provisional estado de inspiración: es sencillamente una prolongación del carácter o, más exactamente, una función del organismo. De nuevo podrá movilizarla a voluntad, sin esfuerzo alguno, con la mera decisión de expresarse y divertirse. En medio minuto inglés, todos sus recursos, sus virajes, sus piruetas y sus regates en cadena volverán a ser no el oficio del malabarista, sino el repertorio de la pantera.

Por eso tenemos razones para pensar que su paso por Londres será más que un reto profesional un simple ejercicio respiratorio.

Así que deja de llorar, quillo. Y limítate a jugar por bulerías.

Tú no nos verás, pero siempre te estaremos jaleando.

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