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Columna
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Generación ET

Mis primeras experiencias del firmamento sucedían bien entrada la noche. Como cualquier niño incubado en los sesenta, mi memoria sentimental se nutre de una natural querencia por las estrellas. Cuando venían mis primos a dormir a casa, solíamos encaramarnos por la ventana del dormitorio de mis padres para salir a la terraza. Allí, tumbados boca arriba sobre unas esterillas de mimbre, cavábamos un agujero en nuestra pequeña porción de cielo nocturno que era un paisaje solitario e inmenso como un mapa iluminado con millones de copos brillantes suspendidos en el aire. No era difícil después imaginarse un viaje a bordo de la nave Jupiter II, por lugares nunca cartografiados, rumbo al planeta Alpha Centauri como la familia Robinson que protagonizaba Perdidos en el espacio. Visto con distancia hay que reconocer que la serie emanaba una ingenuidad sideral de corte más doméstico que épico, pero algunas veces conseguía superar ese deliberado candor camp, para despertar la incógnita que supone cualquier conexión íntima con el cuartel general del Universo: el viento moviendo témpanos desde miles de millas, la extrañísima caligrafía celeste, el prestigio de la distancia... De ahí, supongo, nos vendría después una visión del mundo fundada en las nociones de utopía, catástrofe y vacío metafísico, conceptos todos ellos fundamentales para comprender el cosmos. Mirando las estrellas, uno podía ver infinitas islas de hielo oscilando en la oscuridad. Y eso más o menos es lo que ha venido a confirmar la nave europea Mars Express en el polo Sur de Marte al descubrir la existencia de una importante cantidad de agua congelada bajo una corteza de hielo seco de dióxido de carbono. El debate científico a partir de este hallazgo se sitúa no sólo en la hipótesis de si hubo alguna clase de vida en el planeta rojo en tiempos remotos, sino en su capacidad de formar de nuevo mares en el futuro, es decir, en su potencial como reserva de energía.

La mayor parte de los técnicos de la NASA y de los ingenieros de la Agencia Europea del Espacio pertenecen por edad a una generación que, por primera vez en la historia, creció familiarizada con la idea de que la Ciencia Ficción era algo perfectamente realizable. Antes de cumplir los nueve años, todos habían viajado ya con la tripulación del Entrepise y aquel inolvidable oficial de orejas puntiagudas, llamado Spock. La diversidad étnica y un vago humanismo planetario atenuado por la acción eran algunos rasgos de otra serie de TV, Viaje a las estrellas, en la que había negros, rusos, japoneses y vulcanos, lo que para la mentalidad de los sesenta no estaba nada mal. El reciente hallazgo de la Mars Express habría que analizarlo también a la luz del sustrato emocional que va desde el extravío galáctico de los Robinson a la poética imagen de ET cruzando en bicicleta delante de la luna, porque el progreso científico no es sólo una cuestión de tecnología, sino sobre todo de imaginación.

Cuando aquí abajo las cosas se complican cada vez más hasta extremos peligrosísimos de absurdo y barbarie, no deja de resultar alentador que, en alguna parte de Universo, una cámara esteroscópica de alta resolución se afane melancólicamente por encontrar en Marte los océanos perdidos que soñó Ray Bradbury. Entretanto a nosotros siempre nos quedará la opción de tumbarnos calladamente en una terraza, en mitad de la oscuridad, como cuando éramos niños y conquistar nuestra pequeña parcela de cielo por encima de los tejados.

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