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Columna
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Autonomía federal

"Era el mejor de los tiempos y el peor -arrancaba Charles Dickens su Historia de dos ciudades-;... era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación;... íbamos todos derechos al cielo, todos nos precipitábamos en el infierno". Situaba ese tiempo a finales del XVIII. Francia e Inglaterra avanzaban con arrogancia y boato a la mayor de las miserias y los tiempos más inmisericordes. Felices años veinte, añado, del siglo XX, que preludiaban el holocausto. Nazis y fascistas eran el fermento de la infamia más grande que Europa haya conocido. Ellos, y la tranquilidad indiferente y engreída con que la mayoría, como diría Sebastian Haffner, contemplaba los hechos alevosos.

Lo mismo que ahora, repetía una y otra vez Dickens en 1859, en su Historia... Lo mismo que en la actualidad, podría decirse este 2004. Unas Navidades consumistas y exultantes en que todos parecíamos ir derechos al cielo. Y, ahora, esto: todo al garete, todos nos precipitamos en el infierno político. Carod Rovira comete un acto indecente (por el que, como decía Pagazaurtundua, debe pagar políticamente), y toda esperanza de clarificación política y recuperación del fuste de la cultura democrática en marzo se desvanece. Al fondo: la insidia del terror (que, como decía Izpizua, es algo más que la mafia, algo más que el asesinato), el oportunismo político, la corruptela empresarial, y la tranquilidad culpable, indiferente y engreída con que la mayoría observamos las cosas. La pasividad con que afrontamos esta suave caída pendiente abajo. La indiferencia con que miramos a quienes quieren acabar con nosotros, con la libertad.

Hoy en el País Vasco, en Cataluña, en toda España, está abierto y resulta central el debate de su organización territorial. Llevan razón Solé Tura o Eliseo Aja cuando afirman que España, con la Constitución de 1978 y sus desarrollos en los Estatutos, se instituyó federalmente, pero no produjo mecanismos de gobierno capaces de ordenar esa realidad. No fue una solución gratuita: había que arrancar rápido y se adoptó la fórmula autonómica, un federalismo sui generis, acorde con una vieja tradición hispana. Pero es cierto que ha llegado el tiempo de culminar aquel proceso (y no de quebrarlo). Ahora bien, ante esto caben dos posturas. O bien aquellas extremas e irresponsables del nacionalismo español unitarista a ultranza que esgrime el PP y el pueril oportunismo, igualmente irresponsable, del Plan Ibarretxe. O bien desplegar los argumentos de la razón y de la libertad de espíritu, y tratar de articular el gobierno de la innegable realidad plural de España. Pi y Margall, nuestro federalista y autonomista más reconocido (para él eran sinónimos; defendió la autonomía para Cuba hasta que ésta resultó imposible), buscó hacia 1900 la convergencia de catalanistas y federalistas. Unos avanzaban por el nacionalismo; Pi no, quería acuerdos razonables sobre bases reales y justas, en los que la primacía se la llevara la autonomía del individuo, y todos tuvieran cabida. Al fin y al cabo, en España la democracia y federalismo-autonomía han ido siempre de la mano.

Hoy hay que crear mecanismos de negociación permanente entre el Gobierno central y los autonómicos; hay que redefinir radicalmente el papel del Senado; crear nuevas instituciones hacendísticas; articular la judicatura; se deben modular las identidades propias y desarrollar el capital simbólico que contienen, y debe adaptarse todo ello e insertarlo en la Unión Europea.

Dado el radical hermetismo y oportunismo del PP, ese papel sólo cabe adjudicárselo al PSOE, que, con el caso Rovira, parece herido de muerte. Quizá lo esté. Quizá no quepa sino prepararse para el invierno moral y político que puedan depararnos las elecciones de la primavera.

Pero el último responsable de lo que ocurra es el elector, todos nosotros. Quizá nos resulte fácil escuchar las sirenas de la demagogia. O quizá sepamos premiar la libertad de espíritu y las posturas racionales. No parece que esto vaya a ocurrir. En ese caso, seguiremos rodando suavemente pendiente abajo.

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