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Columna
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¿Ir a la Universidad?

Tras cinco años en la Facultad de Ciencias de la Información, mis más significativos aprendizajes fueron el mus, saber esquivar el detector de sobrepeso del ascensor con siete personas dentro y qué frutas se hunden y cuáles flotan en una sangría a las once de la mañana. No soy el único que abandonó el búnker de cemento de la Complutense, tras un lustro de estudios, con la sensación de no haber aprendido gran cosa. Por lo menos relacionada con el periodismo. La facultad nos sirvió para adquirir cierta cultura general, para comprender que los comedores públicos no mejoran bajo un rectorado y para encontrar algún amor que se perdió entre parciales.

Acaba de publicarse un estudio realizado en 30 universidades por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación que desvela que dos de cada diez titulados afirman que no volverían a la universidad. La decepción del estudiante es cada vez mayor y acecha desde más frentes. En un principio, el gran drama reside en lograr estudiar la carrera deseada. La creciente afluencia de jóvenes a las universidades ha elevado hasta posiciones estratosféricas el listón de ingreso en las facultades más solicitadas. Una vez aceptado en la carrera escogida, sobreviene el desengaño de las materias. Muchos jóvenes concluyen su licenciatura desencantados con las materias impartidas, con los planes anuales de estudios, con las vetustas técnicas docentes y muy probablemente con las colas de la fotocopiadora. Por último, la dificultad para hallar una ocupación y la precariedad del contrato y de la tarea desempeñada redondean la frustración del estudiante. Un tercio de los 182 entrevistados considera que posee un empleo inferior a sus estudios. El otro día este periódico publicó una carta al director de un joven que confesaba restar méritos en su currículum para, al menos, poder acceder a un trabajo que le permita vivir. Si incluía su licenciatura, sus idiomas y sus masters, nadie le llamaba por considerarle sobrecualificado para los puestos ofertados.

Tengo un amigo arquitecto técnico que trabaja 10 horas al día a pie de obra en diferentes construcciones a las afueras de Madrid. Cobra un sueldo por debajo de su formación y entrega. Ve, sin embargo, cómo los albañiles a los que dirige llegan a la obra en coches superiores a su viejo Seat Ibiza. Su caso no es excepcional. Muchos universitarios observan cómo electricistas, carpinteros, cerrajeros, fontaneros y demás profesionales no universitarios cobran sueldos superiores a los suyos e incluso disponen de más holgura en sus horarios. ¿Para qué estudiar una carrera si es muy probable no lograr el ingreso en la facultad deseada, estudiar materias decepcionantes y acabar encontrando un trabajo impropio y mal pagado?

Hoy, la Universidad aparece como una fase de la vida inesquivable o insustituible, algo totalmente absurdo. Mientras que los currículums de los graduados comban las mesas de los departamentos de Recursos Humanos, es imposible encontrar un antenista en fin de semana y los garajes tienen listas de espera más largas que el Bulli. No es extraño, pues, que cada vez más universitarios se arrepientan de haber aprendido macroeconomía y relaciones internacionales en vez de haber solventado su microeconomía particular haciéndose reparador de lavadoras.

Mientras que la Formación Profesional es injustamente menospreciada socialmente, la avalancha de universitarios es tal que las becas, los cursos de posgrado y los masters con muchas siglas son tan imprescindibles y frecuentes que se desbrava su valía. De hecho, un cuarto de los encuestados opina que la mejor forma de conseguir un empleo al acabar la universidad es a través de contactos personales, padres, parientes o amigos.

Ya nadie estudia Física Cuántica o Historia del Pensamiento Político para adquirir cultura, y últimamente ni siquiera parece que merezca la pena hacerlo para lograr un buen trabajo. La Universidad no sólo está dejando de ser una experiencia gratificante en sí misma, sino una formación útil para alcanzar el futuro profesional ambicionado. Los que nacimos en los setenta escuchamos muchas veces a nuestros padres evocar los años de facultad como los más felices de su vida. Es triste pensar que ahora el recuerdo universitario de los licenciados será bueno o malo dependiendo de que mañana les hagan fijos.

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