No olviden la universidad
No olviden la universidad, no olviden la educación, me permití invocar en unas recientes jornadas organizadas por la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), y esa llamada, que pretendía hacer oír la voz de la universidad, parece haber tenido un momentáneo eco. Que en esa necesidad de hacer presente a la universidad en el debate social, de apoyarla más decidida y activamente, de establecer un compromiso recíproco con la sociedad, hayan coincidido además representantes del mundo financiero, empresarial, sindical, de las administraciones autonómicas y, en cierto modo, hasta del Gobierno y de la oposición, ya es algo verdaderamente singular en este país, más proclive al desencuentro que a los grandes acuerdos, y se debe, seguramente, al reconocimiento del papel de liderazgo que corresponde a la universidad en esta era de la sociedad del conocimiento.
Esa coincidencia se debe quizá también a la constatación de que la educación se ha convertido en la más poderosa palanca de desarrollo, de igualdad de oportunidades y de movilidad social de nuestro país en las pasadas décadas, a la convicción de que el educativo constituye no sólo el gasto social más rentable, sino una verdadera inversión, y a la comprobación de que la universidad ha experimentado un profundo proceso de modernización y de renovación que la sitúa ahora en condiciones de dar el nuevo salto cualitativo que requiere la sociedad del conocimiento.
Son tantos y tan profundos, en efecto, los cambios registrados y los que todavía se han de registrar que estamos ante un nuevo escenario y casi ante un nuevo paradigma respecto de las funciones que ha de desarrollar la universidad y a cómo ha de hacerlo.
Sometidas a crecientes demandas sociales, en el contexto de nuevos marcos y funciones, bajo la presión de nuevas dinámicas de competencia, de garantías de calidad y de eficiencia en el uso de los recursos, las universidades están viviendo un momento crucial en el que se plantean simultáneamente exigentes objetivos de gestión y de reforma, en el que ya no basta que las universidades funcionen, sino que es imprescindible saber cómo lo hacen, porque la sociedad, los financiadores, los procesos de competencia, la dinámica de diferenciación, las metas de calidad, exigen el análisis de los rendimientos y de los resultados de sus actividades.
Es éste, además, un momento singularmente decisivo porque se plantea ahora el trascendental reto de la convergencia europea de la educación universitaria. Decía Jean Monnet, uno de los padres de la idea de la unidad europea, que "si tuviera que empezar otra vez, empezaría por la educación" y, aunque con décadas de retraso, por ahí se ha vuelto a empezar al abordar el reto de la construcción de un Espacio Europeo de Educación Superior, que constituye una gran oportunidad de renovación y de reforma y que nos emplaza a una de las tareas académicas más apasionantes y complejas: la de conjugar igualdad y diversidad para aproximar nuestras estructuras, la de hacer equiparable nuestro sistema universitario con los europeos, la de favorecer la movilidad universitaria, la de desplazar la perspectiva de las enseñanzas al punto de vista del estudiante y del aprendizaje, la de fomentar la empleabilidad de nuestras titulaciones, la de garantizar la calidad y la competitividad de las universidades del Viejo Continente. En esas metas tenemos plenas seguridades y habrá que avanzar en ellas sin urgencias pero sin demoras, con la implicación activa e ilusionada de la comunidad universitaria y con la imprescindible referencia de la voz de los empleadores, con flexibilidad pero con rumbos bien definidos para que no venga al caso lo que diría Martín Fierro, "llegar habrá que llegar, luego ya veremos a dónde".
En fin, que por estas y otras razones las universidades afrontan una etapa decisiva y, aunque entre el dicho y el hecho ya se sabe que hay siempre un buen trecho, es verdaderamente relevante que en un momento como éste se hayan expresado tantas coincidencias y sumado tantas voluntades al objetivo de plantearse conjuntamente una especie de "nuevo contrato social" sobre las bases de: un compromiso real y activo de la sociedad con la universidad como institución estratégica en la era del conocimiento; un nuevo clima de acuerdo en la definición de las grandes políticas universitarias y en el establecimiento de un marco adecuado de financiación de la educación superior y de la investigación; un acercamiento mayor entre la universidad, las administraciones y, especialmente, el sistema productivo, y un compromiso de las propias universidades por la optimización de sus recursos, la eficacia en sus rendimientos y la eficiencia en el desarrollo de sus funciones.
Sobre esas bases se pueden desplegar los objetivos y establecer las cláusulas de los compromisos recíprocos del "nuevo contrato" con la universidad de la sociedad del conocimiento, en varios órdenes. En el de una mayor financiación, pero asociada a exigencias de eficacia en la gestión y los resultados del servicio universitario. En la ampliación de los fondos destinados a ciencia y tecnología, pero con una mayor y mejor vinculación de los mismos con la universidad. En el reforzamiento de la conexión de la universidad con el sistema productivo, a través de nuevos canales y estructuras y corrigiendo los déficit de relación que aún subsisten. En el fomento de la competencia, pero sobre el punto de partida de la igualdad de oportunidades. En propiciar la diversidad y la diferenciación, pero manteniendo eficaces mecanismos de coordinación que eviten la completa fragmentación del sistema universitario. En acometer con decisión las reformas, pero acertando a impulsar e implicar en su efectivo desarrollo porque reformar, como decía Ortega, "es crear usos nuevos", más allá de un empacho normativo que hace pensar que quizá a la universidad lo que le sobra son normas y lo que le falta es vida.
Para ese paso definitivo que se pretende dar desde la universidad de la cantidad a la de la calidad, es evidente que se precisan adecuados recursos, porque la calidad sin recursos se queda en pura retórica, porque para la universidad de la sociedad del conocimiento, a la que se piden cada vez más, mejores y distintos servicios y funciones, ya no basta el voluntarismo con el que hasta ahora han logrado rentabilizar ejemplarmente sus escasos recursos. Insistir en ello nos ha valido a los rectores españoles una cierta fama de orden mendicante, aunque nadie se extraña de que los presidentes de las universidades americanas dediquen buena parte de sus esfuerzos a la captación de fondos y a acciones de mecenazgo que tan poco arraigo tienen en la cultura de nuestro país.
Comprometidos, pues, como estamos ahora en ambiciosos proyectos de reforma, en iniciativas múltiples de mejora de la calidad y de la competitividad de nuestro sistema universitario, resulta indispensable plantearse en este momento la relación entre medios y fines, entre recursos y objetivos, y retomar rigurosa y urgentemente la cuestión de la financiación universitaria. Porque habría también que converger con Europa en la participación del gasto educativo en el PIB, habría que promover más potentes programas de becas, movilidad, calidad, innovación y reforma de las enseñanzas, habría que avanzar hacia criterios de corresponsabilidad entre las diversas administraciones y habría que tratar de alcanzar un verdadero pacto de Estado para la financiación universitaria.
Ahora es el tiempo para ello. Ahora que es tiempo de propuestas, no olviden la universidad, con el compromiso recíproco de que tampoco la universidad ha de olvidar a la sociedad. No olviden, en general, la educación, no fuese a ser que algún día llegase a ocurrir lo que Gabriel García Márquez decía de sí mismo: "Desde muy pequeño tuve que abandonar mi educación para empezar a ir a la escuela".
Juan A. Vázquez es presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) y rector de la Universidad de Oviedo.
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