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Columna
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Esquilache

Desde la plaza de la Villa hasta la de Cibeles se traslada un despacho tan distinguido y precioso que la mudanza se prolonga semanas -cuando se calculaba realizar en días- y es seguro que tardará meses en terminarse por la variedad y delicadeza de su contenido, cuya historia deslumbra tanto como su valor mercantil. El responsable de la iniciativa es en principio el destinatario de la mercancía y el más intranquilo por el retraso en la ejecución. Asomado a la ventana de su nueva residencia, en el antiguo edificio de los empleados de Correos, ansía el momento en que decoren su gabinete unos inéditos de Barbieri, las rosquillas del Santo y los chismes más reaccionarios del mentidero de San Felipe -y Letizia-, mientras con vista de águila observa que la primera remesa de mobiliario arranca al despuntar el alba entre la fanfarria de los alabarderos de la Armería.

En llenar ese convoy de baúles precintados y primorosamente etiquetados por los calígrafos del Ayuntamiento se han ocupado día y noche otros funcionarios galdosianos siguiendo el consejo de los asesores. Con la docilidad de quien ofrenda su trabajo a la obediencia debida, esas manos municipales alzaron unos enseres que se consideraban propios del lugar donde se exhibían, pues no se habían removido desde que en el imperio hispano nunca se ponía el sol. En el escenario que parecía eternamente suyo queda la denuncia de su hueco, y ese expolio, similar al que practican las tenazas en el diente enfermo, desconcierta al sentido común. Porque el desperdicio se arroja a un muladar y ya lo aprovecharán los gusanos, mas no conlleva ese destino la pomposa comitiva que recorre la calle Mayor en esta mañana de cielo impecable.

El séquito cruza esa puerta del Sol que tiene a gala no haber permanecido vacía en ningún momento -pese a lo que mantenga en su apuesta don Serafín Baroja- y toma luego la calle de Alcalá. Desde privilegiados ventanales o a rasa altura observan el desfile el perro Paco y la Revoltosa, los serenos, los boticarios de verbena, los posaderos de Tócame-Roque, los magistrados del Casino, la clientela de Fornos, los charlistas de La Granja del Henar, los músicos del teatro Apolo y los dormilones del Círculo de Bellas Artes. Brinca a su paso algún bombín, estalla el piropo, se arroja el clavel, los organilleros de Italia modulan la cadencia que viene de Escocia y el gentío sin graduación vitorea la relación de piezas transportadas que el periodista detalla para escarnio de las que salen de la iglesia de las Calatravas entonando la canción de la Lola con la falda de percal planchá.

El Madrid del dinero y del donaire -y el que marginado se apresta a tomar el centro desde los reinos de taifas de la Comunidad- mira avanzar el destacamento por su calle más famosa con la retranca con que el picador acecha la arrancada del toro en suerte. No de otro modo se han saludado las novedades en la capital y ya los patrocinadores de este embalaje rodante intuían ese resabio. Es una forma de entender Madrid la que asume ese cortejo, la de quienes aducen que la modernidad les pertenece -que así de vagos son los conceptos cuando los manejan soñadores- y reniegan de la tradición que les enseñaron en un colegio de pago por ser personas de bien, ese casticismo de castoreño afincado en la ribera del Manzanares que bailó el fandango en las tabernas de candil y honra el cuadro de la Paloma con permiso de los bomberos.

La entrada de la caravana en Cibeles recuerda el entierro de aquel alcalde que también partió de la Casa de la Villa y se detuvo a despedir el duelo junto al palacio de Comunicaciones. Con los ánimos propicios a que los dispare una nadería, si el petardista grita: "Se llevan Madrid", se reproduce el episodio de aquel Dos de Mayo de 1808, cuando los nativos impidieron que los franceses sacaran de su palacio a la familia real. Al sentir que se le priva de algo suyo, la acera se conmueve. ¿Concluirá en Cibeles el ajetreo de despachos o depositará su venerable carga en el cementerio de la Almudena o el vertedero de la periferia? La desconfianza crece cuando no se entiende ni se explica una operación de este porte en una ciudad que por beneficiar a los especuladores acumula escombros. Desde su atalaya de Correos, el ilustrado olfatea el motín y desengañado piensa en Esquilache.

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