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IDA y VUELTA
Columna
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Vecinos y terror

También los hutus hablan. Es fácil comprobarlo si nos acercamos a ese gran libro del periodista Jean Hatzfeld, Une saison de machettes, donde los hutus nos explican, con espeluznante franqueza, cómo se puede matar tranquilamente al vecino. Si no fuera porque ya estamos de vuelta de todo, diría que ese libro puede dejar insomne a más de una persona normal. Pero ¿quedan personas normales? Hatzfeld da la palabra a los asesinos hutus que, en entrevistas individuales, explican cómo en Ruanda mataron a sus vecinos tutsis. Leyendo el libro, uno piensa en los repugnantes asesinatos de nuestra guerra civil y en aquel libro, Crímenes ejemplares, de Max Aub, donde también se daba la palabra -en este caso, en la ficción- a los españoles que habían asesinado tan gratuitamente a sus vecinos españoles: "La maté porque era mía", "la maté porque no era mía", "lo maté porque era de Vinaroz", etcétera. Y también resulta imposible no pensar en los crímenes de la Alemania nazi o de Camboya. Y en tantos otros homicidios llamados colectivos y que bajo ese adjetivo esconden que en realidad son crímenes individuales.

Nada más individual que un vecino. Que uno de ellos mate a otro es moneda corriente de nuestros informativos, como lo es que un tercer vecino diga del asesino inesperado que era "un hombre normal". El otro día alguien fue más lejos y dijo en televisión que el criminal, su amable vecino de escalera, le había parecido siempre "un hombre muy natural". Recuerdo que me pregunté que si morir es ley de la naturaleza y, sin embargo, no morimos naturales, ¿cómo vamos a poder morir naturales si nos mata un vecino natural?

"Lo maté porque era judío". La semana pasada, le oí contar a Christian Boltanski, que es un entusiasta de Une saison de machettes, la historia del gato de sus padres durante la II Guerra Mundial. Una ley del régimen de Vichy prohibía a los judíos tener un gato. El de los padres de Boltanski se meó un día en la alfombra de la terraza de los vecinos. Por la noche, éstos, que eran gente muy educada y gentil, llamaron al timbre y, en lugar de sugerir que les pagaran la tintorería, dijeron: "Si no matan ahora mismo al gato, les denunciaremos a la Gestapo, sabemos que son judíos".

El infierno son los vecinos. Para comprobarlo basta darse una vuelta por Reus, donde cristianos y musulmanes enseñan estos días los dientes. Los vecinos son terribles, te pueden desafiar porque no les devolviste el salero que te prestaron hace dos años. Son así, y nada podrás inventar para evitarlo. Ya decía Chesterton que nosotros hacemos amigos y hacemos enemigos, pero Dios hace al vecino. Me acuerdo de Elena Garro y Octavio Paz, que acababan de casarse y se instalaron confiadamente en su primera casa en Ciudad de México y no tardaron en oír unos ruidos extraños que les llegaban del otro lado de la pared. En el apartamento contiguo se oían risas estremecedoras, ruido de sierras eléctricas, graznidos de cuervos y gritos de horror. Ni siquiera cuando supieron que sus vecinos, con los rudimentarios efectos especiales de la época, se dedicaban a grabar cuentos de terror para la radio, se quedaron tranquilos. Los vecinos siempre inspiran miedo, aunque tengan explicaciones para todos sus macabros ruidos. A veces aparecen inquilinos imprevistos. Conozco a una pareja que dejó de ser la más progresista de Barcelona el día en que vieron que unos ciudadanos del Este se instalaban en su rellano. Les vi el otro día por el Eixample y, como ya me habían contado sus vecinos, ahora despliegan un espectacular, delicado, finísimo estilo hutu.

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