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Columna
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Dulce

"España eran dos"-explicaba la escritora Dulce Chacón en una de las últimas entrevistas que le hicieron, refiriéndose al tiempo de mudez que siguió a la la guerra civil. No era posible la palabra-. "Antes, simplemente te llamaban rojo, ponían una cruz en tu casa y te llevaban a la cárcel directamente. La verdadera conversación empieza ahora". Estuvo cuatro años y medio documentándose, visitó bibliotecas y hemerotecas, habló con historiadores, recorrió pueblos de todo el país, pero sobre todo recogió innumerables testimonios directos de personas que no habían podido hablar antes. El resultado fue La voz dormida una novela en la que los hombres y mujeres que se vieron obligados a sepultar su memoria, rompen limpiamente el silencio.

Para Dulce Chacón escribir era una apuesta moral, un modo de estar en el mundo, es decir, su manera propia de encontrarle a la realidad un sentido. Tanto en sus poemas como en sus novelas existe una voluntad de asomarse a los márgenes de la vida, donde ésta se manifiesta de un modo más injuriado y desnudo. Se comprometió hasta la extenuación en todas las causas en las que creía, que eran muchas. Su última actividad y quizá la más arriesgada fue el viaje a Irak. De esa experiencia extrajo la madeja con la que tejió el Manifiesto por la Paz que leyó en marzo del año pasado junto a José Saramago al finalizar la gran manifestación contra la guerra. No hacía todo esto por militancia abnegada ni con espíritu disciplinario, sino por puro optimismo. Cuentan sus amigos que mientras tuvo que permanecer en el hospital, se preocupaba por el enfermo que tenía al lado cuando era ella la que se estaba muriendo. Era su estilo. No perdió ese carácter ni siquiera al final. Y a pesar de que conocía el diagnóstico fulminante de su enfermedad, no tomó distancia respecto a las rutinas del mundo: era capaz de extasiarse ante un amanecer muy luminoso detrás de la ventana de su habitación o alabar el color de una bufanda nueva; le gustaba reconocer el olor a tomillo en la cocina. Una de las últimas noches se despertó del sueño de la morfina con el sabor a horchata que había tomado tantas veces en Valencia y ese mismo día su amigo, Alfons Cervera, le hizo llegar un jarro fresco directamente desde Alboraia. Murió así, rodeada de amigos que la querían de verdad como Reme y Florian, que todavía no se han repuesto de su pérdida o el escritor Julio Llamazares, que le regaló el título, Cielos de barro, para una de sus novelas. Yo no tuve la suerte de conocerla, pero la cordialidad secreta y humana que emanaba de ella me alcanzó a través de sus libros, porque su vida tenía que parecerse mucho necesariamente a su literatura. Lo digo con una especie de resignación mal llevada ahora que nos toca hacer balance.

Pero todas las buenas novelas encierran una promesa de resurrección y ella lo sabía. El próximo miércoles, a las siete y media de la tarde, la Universidad de Valencia le dedica un homenaje en el Aula Magna de la calle de la Nave. Hablarán sus amigos, las personas que la conocieron, sus lectores, se recitarán poemas, se interpretarán pasajes de Algún amor que no mate -era magnífica titulando- habrá nostalgia, fotografías y canciones. Pero no será un día de luto, sino de un optimismo abierto como el que se respira en sus mejores páginas. Y Dulce estará allí. Seguro. No se lo perdería por nada.

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