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Quitarle el velo a Freud

Vicente Molina Foix

Francia es el laboratorio de nuestro futuro. Hay muchos escritores y pensadores (o ese híbrido que Thomas Bernhard llama "escritores filosofantes") empeñados en sostener que es, al contrario, Norteamérica nuestra plantilla inevitable, y algo de razón tienen en lo respectivo a las cuestiones más gruesas y económicas de la realidad: estilos de calzar y de comer (sobre todo dentro de los cines), comercialización del objeto cultural, apoteosis del formato navideño en torno a Santa Claus, puerilidad y oquedad ideológica del escalafón político. Pero Francia está más cerca de nosotros, más al alcance, la conocemos más, en el resentimiento y las admiraciones. Su adelanto social (al menos desde 1789) podría haber sido el nuestro; su republicanismo laico, el guión de un ensueño aquí ensayado con el poco éxito que sabemos; su nivel de vida, no sólo cultural, la envidia de las generaciones; sus crisis, el anticipo enfático y ordenado de nuestras tropelías. Pienso desde hace años (y no voy a ocultar mi afrancesamiento) que lo que pasa en Francia acaba -limpiamente o en sucio, más tarde o más temprano- pasándonos a nosotros.

El velo flota ahora sobre las cabezas filosofantes de la inteligencia francesa, y en España aún no se estila lo suficiente como para quitarnos el sueño. Ya llegará, con sus quebraderos de tête. También he seguido con interés otro debate francés surgido a raíz de una medida gubernamental que se pretende igual de ordenancista e higiénica que la de la supresión de los símbolos religiosos en la vida pública. Me refiero al llamado amendement Accoyer, la enmienda que el diputado de la mayoría Bernard Accoyer trata de introducir en la legislación para exigir una titulación médica a los practicantes del psicoanálisis y la psicoterapia. Tras la creación por el Gobierno galo de un grupo interministerial atento al cumplimiento de la normativa anti-sectas, se formó una comisión parlamentaria encargada directamente de estudiar la posible conexión entre secta y salud mental, y, según palabras del propio diputado Accoyer, se detectó que "ciertas técnicas psicoterápicas son un instrumento al servicio de la infiltración sectaria [...] Esta situación constituye un peligro real para la salud mental de los pacientes y compete a la seguridad social".

La respuesta a la "enmienda Accoyer" ha tomado varias formas, entre las que destaca un artículo-manifiesto que publicó Le Monde (3-12-03), encabezado por el filósofo Patrice Maniglier y la jurista argentina Marcela Yacub, cuyos estimulantes libros sobre espinosos asuntos de derecho familiar, escritos en francés, están causando sensación en el país vecino; entre los adherentes vemos la firma de catedráticos, arquitectos y escritores, filosofantes o no, como la novelista Marie Darrieussecq y la historiadora del arte Catherine Millet, autora del famoso libro de desvelamiento erótico La vida sexual de Catherine M. Ningún signatario pertenece al gremio de los que el autor de la enmienda tilda de "psico-charlatanes"; son hombres y mujeres que, en las primeras líneas de dicho manifiesto, confiesan haber seguido un tratamiento de psicoanálisis o psicoterapia, estar siguiéndolo actualmente o tener el pensamiento de seguirlo en el futuro.

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La polémica continúa en Francia, con numerosas intervenciones favorables o contrarias a Accoyer en los medios, una declaración de guerra al amendement, "¡No toquéis a nuestros psicos!", lanzada por Internet (donde el asunto ocupa miles de entradas), y una tentativa de apaciguamiento del ministro de Sanidad Mattei, quien se entrevistó con una delegación de psicoanalistas; la enmienda sigue sin aprobarse. Pero en un enérgico artículo publicado en Libération (16-12-03), Marcela Yacub, al tiempo que denuncia el intento de equiparar jurídicamente el psiquismo con la propiedad o la integridad física de las personas, subraya un hecho de más honda y alarmante repercusión: la vigilancia gubernativa se ha extendido ya al terreno familiar para negar a las parejas homosexuales -bajo el manto de una quimérica protección de la salud mental de los niños- los sin duda legítimos derechos de matrimonio y filiación. La cuestión tiene, como se ve, especial relevancia en nuestro país tras las injuriosas declaraciones sobre improductividad sexual y Seguridad Social de los monseñores Rouco y Montoro, que alguien (no sólo las personas o colectivos directamente afectados por tan grave ofensa) debería denunciar ante los tribunales civiles.

No he incurrido nunca en la práctica del psicoanálisis, pero sí sufrí hace años, en la persona interpuesta de un amigo muy querido cuya voluntad fue borrada siendo adolescente, el efecto devastador de una secta de inocua apariencia que, por cierto, sigue operando con total impunidad en el ámbito de Cataluña bajo la tapadera de una cadena de restaurantes y tiendas macrobióticas. A los que -como el grupo de opositores a la citada enmienda- defienden la libertad de dejar en manos de un psicoanalista no necesariamente graduado (aunque experto) el campo de su mente, los poderes públicos que en este caso representa el diputado Accoyer pueden replicar que la línea de separación entre sectas pseudo-religiosas y gurús lacanianos es muy tenue; unas y otros tienen capacidad de ejercer lo que el diputado francés llama "sujeción psíquica". Efectivamente. Pero la propuesta de exigir una base científica o académica al trabajo psicoanalítico coincide con una verdadera, y ésta sí probadamente dañina, proliferación de charlatanería en la política y otras esferas bien reales de la vida cotidiana. Los creyentes en la normativa sexual del papa Woytyla, los seguidores suicidas del Corán, los telespectadores de los informativos urdidos por el señor Urdaci, los hinchas del jugador más caro del Real Madrid, incluso los fulminados por una pasión loca al ser amado, ¿no son todos sujetos o esclavos psíquicos de otra mente calculadora o calenturienta?

Por supuesto que en el psicoanálisis hay verborrea y ficción. Freud, Jung y Lacan, por citar sólo a los grandes padres, pertenecen, como todos sus lectores sabemos, al reino de la literatura, pero millones de personas que no les han leído se aprovechan, a través de sus traductores de diván o consulta, de esa elaboración imaginaria sobre los males del alma enferma (si acaso poner juntas estas dos palabras no constituye una tautología). Tampoco les pedimos a García Márquez o Coetzee, a Picasso o Francis Bacon, de cuyas obras nos colgamos insanamente, que acrediten su autoridad moral, no siempre clara, de manipuladores del inconsciente escrito o pintado. ¿Aseguran, por lo demás, el estudio de una carrera o las diplomaturas el ejercicio honesto, inteligente y eficaz de cualquier actividad profesional? También nos consta que no.

La mejor definición sobre el trabajo del psicoanalista está en una película que, para mi gusto, marca el comienzo del cine del siglo XXI, pese al recato con el que pasó por las pantallas. Me refiero a esa obra maestra conmovedora que es Los espigadores y la espigadora, completada con una segunda parte a punto de estrenarse en España, Dos años después. En su filme (pues las dos entregas forman unidad), Agnès Varda, una de las figuras mayores y mejor recicladas de la nueva ola francesa, compone, a base de entrevistas, una bien humorada y elocuente poética de los desechos, presentándose a sí misma, hilo conductor de relato, como valeroso residuo de la edad y el cine que cambió la historia del cine (varios compañeros de generación han muerto, incluido su marido, el también director Jacques Démy). Entre los recolectores de los restos de una sociedad opulenta y derrochadora que Varda nos da a conocer destaca un hombre alto y orondo, entregado modestamente a su viñedo, que resulta ser el conocido psicoanalista Jean Laplanche, quien, en la reaparición fílmica "dos años después", reivindica su condición actual de retirado espigador campestre por el hecho de que cuando hacía análisis ya se limitaba "a recoger lo que cae del discurso del paciente".

Naturalmente, los personajes excéntricos y ambulantes de la película de Varda visten y comen sobras, y no todos parecen escrupulosos en la limpieza. Mientras la Asamblea Nacional de un país envidiablemente avanzado como Francia aprobaba o debatía medidas de higiene republicana, me emocionó mucho ese segundo encuentro de dos autores que admiro (a Laplanche por sus libros, a Varda por su cine) perorando en el basurero. Si algún día el celo sanitario de las sociedades del bienestar llega a invadir o corregir, bajo la bandera de nuestro propio bien, lo más íntimo, lo más oscuro y desviado que tenemos, siempre nos quedará el ejemplo de esos dos viejos espigadores; retirarnos al margen de la imparable allanadora de gustos y modelos de comportamiento, recoger las migajas del gran banquete en honor de un progreso mal repartido y vivir -como charlatanes- del cuento.

Vicente Molina Foix es escritor.

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