Una campaña cargadita
De la campaña electoral que se avecina el ciudadano no conservará en su memoria la finura de modales de sus servidores políticos sino la epifanía de un repertorio de malas maneras políticas
La mala sombra
Javier Arenas, el de la ceja enarcada cuando la dice bien gorda, es incluso más gracioso que Serafín Castellano, aunque no más estólido. En el reparto de papeles, le ha tocado apechugar con la tontería esa del número 17, un tanto a la manera de una ruleta trucada. Una broma sin gracia ni talento que repite en cuanto puede, y que quiere funcionar de llave maestra contra el programa socialista, como si los pobres hubieran sido los inventores de aquélla broma pesada de las 17 comunidades autónomas españolas como seña de identidad de la transición política. Ni eso es cierto, ni se aproxima a la verdad que Zapatero y Maragall se dispongan a trocear a España en 17 pedacitos alzando muros más o menos ilusorios en sus fronteras. Otra cosa es que la campaña de los populares se disponga de nuevo a oscilar entre el chantaje declarado y el desdén por la inteligencia.
Otra ocasión perdida
Pese a todo, no es una mala noticia que la Universidad Politécnica de Valencia esté proyectando la puesta en marcha de una futura Facultad de Arte Dramático, Música y Danza, aunque sobre el asunto puedan planear toda clase de interrogantes o solapamientos, y por más que ni el teatro, ni la música más o menos clásica ni la danza se encuentren en su mejor momento en esta comunidad. Llama la atención que, al parecer, ni se ha considerado incluir las diversas especialidades de Circo entre las asignaturas de esa futura Facultad, con lo que estaríamos otra vez ante el desdén frente a una actividad teatral que oferta no menos de diez mil localidades en temporada alta, una cifra que supera el aforo de todos los teatros de la ciudad de Valencia. Se aprende el oficio de actor, pero también el de payaso, como bien saben los que tratan de representar esa figura, y no se entiende su exclusión perpetua de los planes de enseñanza.
El placer de la infancia
Cualquiera que haya padecido abusos sexuales en su infancia lo sabe. Chupar una polla adulta a cambio de un puñado de caramelos no es gratificación suficiente en relación con los conflictos que provoca. Cualquier sexualidad, infantil o adulta, es polimorfa y perversa, sobre todo cuando la explosiva genitalidad adolescente reclama la urgencia de su ejercicio. En Portugal hay ahora mismo un enorme caso abierto de abusos con criaturas en centros de acogida, que parece incluir una amplia nómina de adultos de postín en esas prácticas feroces. Pero se diría más urgente socavar el prestigio secreto que rodea a esa actividad ocultada. Casi un tercio de las imágenes que circulan por Internet se relacionan con ese inmaduro asunto, y no hay dossier de político con problemas o de empresario con ambiciones que no incluya sugerencias de propensión a esa clase de infanticidio aplazado.
Machaconería
Más tremendista que la letra de un bolero, la jeta de Zaplana al frente de la portavocía del Gobierno es más un asunto de propaganda exagerada que de la tarea informativa que se supone al cargo. También es cierto que el portavoz propagandista de su fe no pierde ocasión de suministrar humildes consejos fingidos a sus adversarios, en un alarde de generosidad que no siempre tiene la elegancia de olvidar el improperio. Ni siquiera sus compinches abrigan la menor intención de creer en la veracidad de esa clase de consejas irrisorias impartidas con una expresión incapaz de obviar el guiño cómplice bajo su apariencia de neutralidad impostada. Más contento que un vendedor de crecepelos que ha conseguido colocar toda su mercancía en una convención de calvos, en realidad Zaplana sólo sirve para hacer pasar a Rajoy por bueno asumiendo el papel del malvado icónico.
Un debate necesario
No es por meterse en polémica de once varas, pero lo peor del encontronazo entre Martí Domínguez y Justo Serna desde estas mismas páginas a propósito más o menos de la política de compras de obras de arte con dinero público es que los dos tienen razón, aunque cada uno a su manera. Cierto es que la denominación de origen tiene aquí poco que hacer, ya que una obra se sostiene por ella misma o se desploma sin remedio. Sería el caso de señor De Felipe, que hace malas copias de tercera mano. También es verdad que aquí, durante quizás demasiado tiempo, se ha publicado cualquier cosa siempre que estuviera escrita en valenciano más o menos normativo, lo que supone el lado menos estimulante de la discriminación positiva. Si hasta un vivales como Gandía Casimiro pudo hacerse pasar por novelista, ya me explicarán cómo estaba el patio. El problema es determinar dónde reside la valencianía en la obra de, por ejemplo, Manolo Valdés. Que la tiene, cualquiera que sea su lugar de residencia.
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