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Columna
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Locura por los aires

Coleridge escribió en 1830 que "en política lo que empieza por el miedo acaba generalmente en la locura". Pero en lugar de política hubiera podido poner, con idéntico desenlace, mundo civil o vida privada. Porque también en lo íntimo lo que empieza por el miedo puede fácilmente desembocar en alguna forma de enajenación o desvarío. A los seres humanos nos gusta coquetear con la idea de que somos capaces de hacer locuras por amor; es que los seres humanos tendemos a identificar la pasión y la belleza con lo improbable. Pero la realidad contraria está mucho mejor documentada. La actualidad nos proporciona a diario pruebas de que la mayoría de las locuras del mundo nacen de sentimientos y de emociones de signo negativo o privativo, y muy especialmente del miedo, en todas sus versiones, con todas sus caras.

¿Cuánta gente aceptaría que a la entrada del restaurante donde va a cenar, de la tienda donde va a comprar, del centro cultural o deportivo donde va a divertirse, le descalzaran, cachearan; le olfatearan y destriparan la cartera o el bolso; le confiscaran, como a un párvulo, el cortaúñas, la lima o el peine de diseño; le tuvieran a la cola cinco horas o veinte, le cambiaran los planes, le trataran en fin como si fuera un indeseable o una pieza de una cadena de montaje o un animal de rebaño o de vivero? ¿Cuánta gente toleraría sin rechistar un trato semejante en un cine, un bar, un hotel? ¿Cuánta, en un tren o en un autobús de línea?

Creo que muy poca. Y entonces, ¿por qué la mayoría soporta hoy el acoso, el vapuleo, el irrespeto o incluso la humillación cuando tiene que viajar por los aires? La respuesta más que sencilla es simple: porque a la mayoría de la gente el avión le produce miedo o emociones afines (intranquilidad, vértigo, sensación de impotencia). Y el miedo trastorna, descoloca y sobre todo debilita mucho más que el amor. Lo saben y lo utilizan desde antiguo los tiranos y los déspotas.

Porque el 11 de septiembre ha hecho que confluyan y se confundan el miedo privado a volar y el miedo público a ser volado, los aeropuertos se están convirtiendo, desde ese día, en metáfora y escenario privilegiados de una locura que pretende llevarse por delante derechos civiles, conquistas sociales e incluso representaciones de la personalidad individual. Una locura, alentada desde Washington, que está triturando, licuando la intimidad, la dignidad, la libertad de movimiento (e incluso la voluntad de aventura, misterio o secreto que es una especie de disco duro de lo humano) para que pasen por el aro, que es un desagüe, de las indefendibles nociones de seguridad que tiene la actual Administración norteamericana.

No estoy en absoluto convencida de la eficacia antiterrorista de los sistemas de control y de identificación biométrica que está implantando Bush. Entre otras razones porque la actualidad y el mercado me dan, a diario, ejemplos de cómo la ley y la trampa tecnológicas nacen prácticamente a la vez; casi simultáneamente, los dispositivos y sus antídotos; los anticopiadores y las copias de cualquier formato, disco o programa. Lo que veo mucho más claro es el uso que ese mismo poder puede hacer del miedo y de los datos privados, sobre todo si se le ofrecen sin réplica ni resistencia alguna. Y puedo imaginar perfectamente -en realidad me basta con recordar- la clase de enajenación totalitaria que está al cabo, como nos descuidemos, de esta locura de los aires.

Entiendo que no hay que descuidarse sino replicar y resistir. Negarse, por ejemplo, a viajar a Estados Unidos en estas condiciones, como ya están haciendo algunos artistas e intelectuales europeos (recomiendo en este sentido el artículo de Giorgio Agamben contra el "tatuaje biopolítico"). Negarse a ser fichados en una aduana como si viajar fuera delinquir. A ser catalogados por colores (¿a qué infamia de estrellas y triángulos nos remite?); a que alguien decida que somos gente bien, regular o directamente descartable. ¿Desechable?

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